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COLUMNA

Barnils

El miércoles falleció en Reus el maestro de periodistas Ramon Barnils. Fue la confirmación de un desenlace que no queríamos aceptar sus amigos desde que supimos que padecía cáncer. Tenía sesenta años y sucedió cerca de Figuerola, que es donde había levantado su última barricada. Para simplificarlo con palabras de Joan Fuster -o para complicarlo más-, Barnils era el único catalán que podía pasar por valenciano. En todo caso, es el único catalán que he conocido que sintiera al Valencia como su equipo, y para mí ha sido uno de los referentes limpios de este oficio, en el que tanto me ayudó cuando llegué con cara de asustado a la jungla preolímpica de Barcelona. Entonces ya era un tótem que había pontificado en Tele/eXprés con camisa militar arremangada, y su sintaxis era la navaja de barbero que todos queríamos llevar en el bolsillo. Había dirigido Ajoblanco, impartía doctrina en Catalunya Ràdio con un aire de Michel Piccoli listo y libertario y nos seducía con artículos como el del mito del autoestopista recogido por Françoise Sagan y Brigitte Bardot en Saint Tropez. En aquel tiempo la ciudad estaba cargada de energía, y mientras la Barcelona pija se arrugaba la casaca haciendo cola en el Up&Down de Oriol Regàs, la de Barnils -la de Quim Monzó, Oriol Castanys y Sergi Pàmies- hervía con ideas y proyectos entre los veladores del Mas y Mas y de L'Universal, en el cruce de Muntaner con Marià Cubí. Barnils iluminaba nuestras oscuridades en su altillo de Marià Cubí, cenábamos ensaladas ininteligibles en los sótanos cibernéticos del Network y, acodados en la barra multifuncional del Nick Havanna con un vaso de Schweppes de limón con Bacardí, poníamos a caldo a Tarradellas por haber regresado antes a Madrid que a Barcelona. Hoy ese fragor es apenas una imagen del fotógrafo Domènec Umbert, con Barnils y su camisa caqui, el editor Jaume Vallcorbaplana con americana de terciopelo y yo mismo con un polo de Lacoste falso. Sin embargo, ese hombre que sólo mantenía ataduras con la libertad, y al que despedimos para siempre ayer en Sant Cugat, me impregnó el cerebro con su perfume solvente y su afecto. Y su memoria es para mí como una bandera rebelde.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de marzo de 2001