La primavera. El árbol que hay entre el olor del mercado y la pared de la casa florece siempre cuando aparece la primavera en la bondad mediocre del mediodía; están lejos los rumores del mar, las estaciones del alma se suceden y uno regresa siempre a la puntualidad especial de ese árbol humilde. Esto es Madrid. El árbol está ahí, pobre pero frondoso, vital, habitando una esperanza rara, existiendo, como si estuviera limpio, contra el olor de las basuras; resurge como si tuviera una fortaleza eterna cuyo origen desconoce y se ofrece como si fuera la caricia que precisa la pared para ser más noble. La espalda de la casa vive así: eso que está detrás es el mercado, de ahí viene el alimento, pero también el detritus, y en esa combinación de olores, sabores y excrementos de la vida cotidiana se alza sin perdón, implacablemente cada año, esta figura de la vida: el árbol que nos ve vivir. Saco la cara por la ventana del amanecer y está ahí, abriendo sus hojas en el descanso incierto de la madrugada que ya clarea. Ésta es la vida, supongo, creando su alma desde la negrura y desde el asco, en medio del ámbito de duda y esperanza que alimenta la primavera. En la radio suenan los clarines del día: unos pican carne, otros la ponen en su sitio, se estimulan los gritos y susurros, y uno va acostumbrando la cara, el alma y los tuétanos a lo que ha de pasar luego. Ayer, claro que lo saben, hubo otro muerto en Euskadi, así que por ahí van las noticias, y mientras tanto yo me fijo en ese árbol sin historia que anima la espalda de mi casa, Iñaki Gabilondo lee un artículo de Arregi, veo sobre la mesa del comedor los libros que están por leer, resuena otra vez en las noticias el impacto tremendo de la muerte de ayer, alguien dice que le han pedido un artículo para Deia sobre el muerto y lo único que sabe decir es alguna que otra estrofa de La Internacional. Ya se escuchan los ruidos del mercado, esa polvareda alimenticia empezará a bullir en cualquier momento, no van a dejar en paz la textura de este árbol humilde en el que hoy veo florecer la vida de nuevo a mis espaldas. A las ocho veo otra vez a esa mujer, la alcaldesa, gritando que dejen hablar a los que apoyan los tiros, eso -dice ella- nos diferencia, dejadles hablar. En ese momento recojo mi cara del fresco de la mañana y recuerdo a Lluch, que dijo exactamente lo mismo. Exactamente lo mismo. Tantas primaveras.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 22 de marzo de 2001