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COLUMNA

Trapos

Esta vez no son bellos caballos de metal los que han entrado en el templo del arte moderno. No son harleys, ducatis ni benellis albardadas de cilindros de plata. Esta vez no son motos, son trapos. No el calcetín famoso del avispado Tàpies, sino los trajes del modisto italiano Giorgio Armani. La tercera planta del Museo Guggenheim sirve de escaparate a 400 trajes diseñados por el famoso creador de moda y empresario italiano. Los comisarios de la exposición no se paran en barras a la hora de otorgar a los trajes de Armani el estatuto artístico, aunque, curiosamente, lo que más abundaba en la inauguración no eran pintores, escultores o poetas tronados, sino famosos del papel cuché. No faltó ni la Preysler.

No creo que a estas alturas haya nadie que piense seria y honestamente que el souflé de titanio del Guggenheim se levantó para exponer, promocionar y divulgar el arte. Ni siquiera los cornudos del viejo arte moderno del que se reía Salvador Dalí pueden ser tan ingenuos para desconocer que el continente, en este caso, siempre ha de superar al contenido. Lo importante, como en el tosco chiste de los bilbaínos, es que el museo logre meter goles, es decir, visitantes. Los argumentos mercantiles son bastante más creíbles que la coartada artística. Desde luego que los juicios estéticos pueden ser variables, pero tampoco tanto como para poner en la misma balanza a Ramoncín y a Mozart, a Ana Rosa Quintana y a Shakespeare. No ponemos en duda el talento de los grandes modistos. Pero lo de incluir algo tan útil como la alta costura entre las bellas artes -tan inútiles- resulta cuando menos paradójico.

Seguro que recuerdan aquel cuento infantil titulado El traje nuevo del emperador. Ahora el emperador no está desnudo. Ahora lo viste Armani porque el arte, sobre todo si la Fundación Guggenheim posa su mano mágica sobre él, es coser y cantar.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 31 de marzo de 2001