Se acabó la temporada de ópera en Sevilla. Suena bien la frase y es pura realidad. Siempre hubo aquí amantes de la música, pero antes de 1992 eran tan pocos como selectos y escondidos. Aumentaron con los conciertos de nuestra estupenda sinfónica, se dispararon con los magníficos programas durante la Expo, y, en lugar de desmoronarse la afición al terminar los festejos -como ocurre con muchas ilusiones-, los poderes públicos tuvieron el acierto y la habilidad de aprovecharlo y consolidarlo a base de conservar un nivel más que digno. Sólo se consolida la calidad y la de nuestras actividades musicales está ya reconocida.
En la ópera, como en cualquier música y en casi todo, hay modas y preferencias que no seré yo quién las discuta. Hay quién incluso rechaza tantas artes juntas a tener en cuenta y que distraen la música desnuda, nota tras nota surgiendo de un recital o de un concierto de cámara, por ejemplo. Pero sin necesidad de entrar en profundas exquisiteces melómanas, lo más asombroso de la ópera son las voces humanas, tan frágiles y tan poderosas como para llegar tan dentro y tan lejos, tan diestras como para transmitir ensueños y emociones puramente musicales mientras que ese mismo cuerpo y esa misma cabeza forman parte de un juego de representación de lo absurdo en el que nada es lo que parece, dentro de un decorado teatral, moviéndose y actuando bajo ropajes incómodos... y las voces humanas ensimismadas y esforzadas sin desmayo, por encima de todo, como si no fuera con ellas. Es un arte de lo más exigente.
Una vez estudiada la partitura, el texto y los personajes, que no es cualquier cosa, pasado ese pánico que nosotros tan bien identificamos con el del torero antes de pisar la arena -no se puede cantar ni torear con miedo-, ya una vez en escena, el cantante también debe superar la tentación de penetrar en las profundidades del personaje que representa para no ser poseído por él: ha de distanciarse y controlar la emoción para no sufrir físicamente, para no dramatizar la voz más de lo debido; sólo lo preciso para manifestar que cree en sus palabras y siente los sufrimientos que canta. ¿Se puede pedir más?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 5 de abril de 2001