Es el de Lucerna un festival carismático. Desde que se puso en pie en 1938 ha significado la gran reserva de la aristocracia orquestal europea. Para celebrar las bodas de oro de su existencia, se creó en 1988 el Festival de Pascua. El hijo mayor del Festival de Lucerna tiene un pie fijo en la música sacra. Ningún reparo. El punto de interés estaba en ver qué sello le iba a imprimir Michael Haefliger, el nuevo director desde 1999. El inteligente organizador berlinés había aglutinado las dos últimas ediciones del festival de verano con motivos conductores como los Mitos o las Metamorfosis, y está anunciado para este año un espectacular despliegue sobre La creación del mundo. ¿Qué iría a hacer con la intocable música sacra?
Haefliger ha enfocado este Festival de Pascua dando la batalla en el conflictivo campo música-religión-Iglesia y, para que la cosa no se quede en una frase más o menos afortunada, ha convocado a especialistas de prestigiosas universidades para discutir las complejas relaciones de la música con la espiritualidad, los ritos, la Iglesia o la religión.
Pasiones
En el terreno musical, se programa un día la Pasión según San Mateo, de Bach (con Norrington), con orquesta de instrumentos originales y en la imponente iglesia de los Jesuitas, buscando una aproximación fiel al espíritu de la ópera. Al día siguiente, la Pasión según San Lucas, de Rihm (con Rilling), en el nuevo y fabuloso Auditorio de Jean Nouvel. La de Rihm es una Pasión sumergida en la tradición alemana, lo que facilita sobremanera los juegos de complicidades. Es profunda, intensa, reflexiva. No tiene un año de vida y ya se ha podido escuchar en los tres países más representativos de la cultura centroeuropea. Lo emocionante es cómo cala en el público, qué humildad tiene a la sombra de Bach, con qué naturalidad se sumerge en una dimensión espiritual.
Más conflictivo es poner en contraste a Bach con Bach, escenificando un par de sus cantatas (BWV 199 y 82) con una estrella de la dirección teatral como es Peter Sellars y con el soporte internacional de un patrocinio colectivo de instituciones de París, Nueva York, Londres, Roma y Lucerna. Sellars se mueve con discreción y se apoya en las dotes interpretativas de la mezzosoprano Lorraine Hunt. En el vestuario, en el gesto, en el movimiento de manos con un guiño a Oriente-Occidente. El único elemento ajeno es un foco a lo minero llevado por un actor que puede simular un corazón en vuelo, ante la enfermedad o ante la desesperación. Bach como salvación, Bach como consuelo. Los resultados visuales no acaban de atrapar, sí lo hace la música de Bach, realzada por el timbre carnoso de la cantante y por el sonido dulce del grupo Emmanuel Music de Boston, dirigido por Craig Smith, con una excepcional Peggy Pearson al oboe de amor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 7 de abril de 2001