Sin sal no se puede vivir. Ha sido un elemento básico para la conservación de los alimentos. Los marineros cruzaban mares extraños y ponían en peligro su vida en busca de las salinas que pudieran proporcionar tan preciado producto. En 1846, la ciudad de Barcelona vio peligrar su supervivencia cuando, durante la segunda guerra carlista, le fue impuesto un duro bloqueo. Onofre Xifré, un importante comerciante, se propuso salvar la ciudad y, de paso, hacer negocio. Reunió a los más afamados mercantes corsarios que estuvieran dispuestos a desafiar el bloqueo y transportar el oro blanco desde las salinas de las Pitiusas hasta las costas del Garraf. Los corsarios cobrarían según el orden de llegada: los primeros, en oro; los últimos, apenas unas monedas. Siglo y medio después, tras su recuperación en 1987, la carrera de la Ruta de la Sal sigue en pie. Mañana parten desde el puerto de Barcelona hacia el de Ibiza más de trescientas naves, algunas tan majestuosas como las goletas Thöpaga y Santa Eulalia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 11 de abril de 2001