Les arrasaron las ilusiones: el teorema, la palabra, la suma, uno más otra, más todos y toda la esperanza. Y las puertas de las oficinas de Educación, cerradas; y el silencio, cobarde. Cómo circularon las órdenes subterráneas; y siguió la carga. Era la hora de la revelación y se repartieron los golpes sobre la piel suave de la adolescencia. A los quince años, la mirada de amatista es ya una mirada de perplejidad milenaria: En los ojos de aquel guardia, dijo la niña, solo se iluminó una enloquecida estampa de ferocidad. Qué escena de espanto y rabia. Y pensábamos que eran la garantía de nuestros derechos, y un ejemplo, exclamó un chico. Crecimos entre falsificadores de imágenes. Tal vez, por un patio de luces cantaba alguien: Es un monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente. Eran estudiantes de secundaria y exponían sus pretensiones, pero qué tremendo delito: no lo notificaron. Y había que escarmentar tanta insolencia. Los antidisturbios, apalearon la ingenuidad, y se llevaron a un arlequín y a otro, y a un tercero, con esposas, el cuello ensangrentado y el pelo de color rosa, cuánto descaro. Y qué regreso a la pringosa gloria. Nos exigían la identificación, pero ocultaban sus placas. ¿No será éste un caso de intrusismo? La policía lo investigará y ya informará públicamente. Entonces los autores del despropósito, tendrán que responder. Estamos en un Estado de Derecho, ¿o no? Porque los nuestros fueron triturados y vertidos en el cubo de los desperdicios y de la decepción.
Ahora lo saben: si todos aquellos estudiantes, entre 14 y 18 años, fueron disueltos y hostigados, en un espectáculo vergonzoso, no deben sentirse defraudados. Que tomen en sus manos la defensa de los valores democráticos y constitucionales, y reclamen, como reclamaron, el respeto a las libertades y a la libertad de expresión. Y saben también que quienes apalean el futuro, destruyen al suyo: solo van de la antigualla a las cavernas. Ya no hay más desfiles de la victoria ni más victoria que la razón. Los juzgados están abiertos y la opinión pública exige conocer quién era quién, y por qué se negaron a sí mismos. ¿Tenían órdenes o temor?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 11 de abril de 2001