No intento hacer chiste ni ironía al imaginar que el exceso de fútbol ha cambiado nuestra manera de ser: busco explicaciones para que la gente se haya vuelto pasional, irritable, algunos hasta asesinos, en la adicción a lo que no son ideas ni contiene posibilidades de futuro de ninguna clase. El fanático del fútbol existe poco: es de un equipo, con el nombre de una ciudad, y pocas veces el de un país, porque la idea se ha roto antes de que lleguemos a la de Europa. El fanático de equipo no necesita pensar, aunque el fútbol forme una cultura muy completa y muy compleja, pero inútil: como una teología. Hay fanáticos de sus partidos políticos: pero son pocos, porque éste es un país de socios pero no de afiliados, hasta el punto de que los partidos políticos no son grupos sostenidos por la aportación de ciudadanos que se sienten representados, sino entidades patrocinadas por el Estado con mucho dinero para que actúen mejor en la comedia de la democracia feliz (la oposición pide mucho más dinero para los partidos: el PP no quiere, porque dispone del presupuesto, con fondos secretos de reptiles). Por otra parte, los partidos no representan maneras de pensar o de idear las transformaciones que se supone que forman parte de un progreso lineal del género humano, sino de intereses.
Las ideas de igualar, de repartir, equilibrar riqueza y difundir bienes culturales no están en el aire, y al que las desea le llaman de todo y le expulsan de lo suyo. La conversión de los impulsos que comportan un pensamiento en defensas brutales de una ciudad o una región, llamadas autonomías, o de que no sean tan autonomías, o del nacionalismo aciago y el nacionalismo ciego que se llama antinacionalismo dentro de cada región, parece que sigue el modelo del fútbol. Como en el deporte, el forofo no gana ni pierde con el resultado, el dinero suele ser para los jugadores (ajenos a la ciudad, al país, al continente) y, sobre todo, para cada Gil; nadie puede creer que un País Vasco con independencia fuese mejor que unas provincias vascongadas (aparte de lo posible o lo imposible, y de la utopía que hay detrás) sin pensar que ni él, ni el catalán o el extremeño o el que sea puede prescindir ya de los intereses creados en torno a esa entelequia, y tampoco puede ganar más de lo que tiene. Como siempre, Cataluña va mejor que los otros, y el País Vasco tiene más recursos, y el Sur sigue siendo sur (dentro de que la vida general en España ha mejorado mucho con respecto al siglo pasado).
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 21 de abril de 2001