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COLUMNA

¿Estudios?

¡Otra reforma de la Universidad! Pues bueno. Cuando un mamotreto del calibre de la enseñanza pública hay que cambiarlo cada cuatro años, tengan la seguridad de que sus problemas no son internos, sino externos. No es que la Universidad funcione peor que el servicio de Correos, la telefónica, la red de carreteras o TVE; qué va, el problema es que nadie sabe para qué sirve.

En mi escuela, por ejemplo, las ventanas están bloqueadas desde hace años, en verano te asas, en invierno te hielas, el ascensor es prehistórico, los alumnos trabajan por los pasillos y escaleras, las bibliotecarias no saben ya dónde poner los libros, en las aulas hay que romperse la laringe para que te oigan, la cafetería es de estación de Renfe, los proyectores se encallan, las pizarras son una ruina, y así sucesivamente. ¿Por qué? Porque la universidad pública no tiene un duro. Por eso, las reformas siempre atañen al proceso administrativo, pero nunca a las condiciones de la docencia o de la investigación.

Las escuelas privadas, en cambio, son una preciosidad. Edificios nuevos, luminosos, limpios, racionales. ¡Qué cantidad de ordenadores para los alumnos! ¡Qué aulas de trabajo! ¡Qué sala de audiovisuales! ¡Qué bibliotecas! ¡Qué aparcamientos! Hay en mi ciudad tres escuelas de arquitectura privadas, en competencia con la pública. Para mí siempre será un misterio que al obispado, al Opus Dei o a los cuáqueros les interese tener una escuela de arquitectura, pero ahí están, relucientes, equipadísimas, de lo más agradables, y con unas matrículas de aquí te espero. Nos dan una envidia cochina.

Si el complejo económico-político pudiera reconvertir la enseñanza pública con la facilidad con la que ha reformado el Ejército, lo haría. Antes, el Ejército era el brazo armado de la soberanía popular. Ahora es una empresa de servicios, con mercenarios altamente cualificados. Para formar mercenarios de alta especialización técnica no se necesita una universidad pública. Basta con las privadas. Por eso el complejo económico-político no sabe qué hacer con la universidad pública. O sea, no sabe cómo cerrarla de una puñetera vez.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 25 de abril de 2001