Mucha gente se pregunta si la clase preferente de los aviones nació para que unos pocos viajaran bien o para que muchos viajaran mal. Lo más probable es que al principio de los tiempos sólo hubiera una clase en la que podías estornudar sin abrirte la cabeza, ya que no era obligatorio, como ahora, viajar en postura fetal. Paradójicamente, volar constituía un placer amniótico de tal calibre que la gente se resistía a abandonar el avión en destino. Esto se acabó con la llegada del ejecutivo agresivo que, como su nombre indica, se realiza agrediendo. El ejecutivo agresivo observó el panorama y decidió que el pasajero tenía que sufrir durante el viaje, para que añorara el paraíso perdido. En ese instante, más que la clase preferente, nació la clase turista. La preferente ha existido siempre, sólo que ahora la disfrutan unos pocos.
A mí no me parece mal. La clase turista tiene sus ventajas. Vas tan pegado al pasajero de la derecha y al de la izquierda, que a veces se producen sinergias curiosísimas. El otro día, viniendo de Barcelona, mi vecino de asiento se tomó un Nolotil y se me quitó un dolor de cabeza que llevaba arrastrando todo el día. Para agradecerle el favor, y como vi que el hombre estaba un poco acatarrado, me apliqué un spray nasal que llevo siempre en el bolsillo y se le despejaron en seguida las narices. Luego nos dimos cuenta de que era más fácil leer el periódico del vecino que el propio, por lo que yo sostuve su ABC mientras él sostenía EL PAÍS. Jamás habíamos tenido una experiencia de intercambio orgánico semejante y nos despedimos en Barajas como hermanos siameses de toda la vida.
De todos modos, lo lógico, al menos desde el punto de vista de la igualdad de oportunidades, sería que viajara en preferente el que se lo ganara a los chinos y no el que pagara más. Una de las cosas peor repartidas en el mundo, según ha demostrado el síndrome de la clase turista, es la trombosis. Las compañías aéreas deberían habilitar espacios en los que los pasajeros se jugaran el trombo antes de embarcar. La única excusa para no hacerlo sería el tiempo, pero hay tiempo de sobra. ¿O alguien recuerda haber salido en hora más de cuatro veces en los últimos años?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 27 de abril de 2001