Una campaña electoral no se presenta como el momento más propicio para que florezcan amistades entre los contendientes. Pero el problema en el País Vasco es previo. Pese a postularse como el paraíso del diálogo y la negociación, lo que define las relaciones entre los líderes de los partidos constitucionalistas y del nacionalismo hoy gobernante es su inexistencia, la incomunicación más absoluta, con su inevitable añadido de desconfianza.
Esta ausencia de relación figura entre las secuelas más pesadas que sobreviven del alineamiento extremo que significó Lizarra. Desde el verano de 1998, la siempre áspera política vasca se ha disputado en las trincheras, que el terrorismo sembró luego de cadáveres de uno solo de los bandos. El debate político ha consistido a partir de entonces en un diálogo de sordos en las instituciones y, fuera de ellas, en la negación de la palabra, el saludo y hasta la compasión. Va a ser necesario restañar profundas heridas y resquemores, aunque sólo sea para convivir y hacer frente a las asechanzas totalitarias de ETA. Complicado empeño cuando está de por medio una contienda electoral que amenaza con arrojar a la oposición al partido que ha encarnado, más que ocupado, el poder en Euskadi.
Han tenido que sonar los clarines del arranque formal de la campaña para que el nacionalismo comience a considerar que su salida de Ajuria Enea puede ser algo más que una hipótesis de trabajo. Pero la ausencia de gestos elocuentes para evitar aquel trance, en el caso de que fallen los votos propios, resulta clamorosa. Da la impresión de que la obstinada inercia que la trinidad dirigente del PNV mantuvo cuando ETA hizo descarrilar Lizarra se ha trasmutado en una suerte de fatalismo paralizante.
El muro de incomunicación y animosidad levantado en estos años de hierro entre el PNV y los socialistas, antiguos y asiduos socios, ha crecido quizá demasiado como para que se desmorone el día después del 13-M. Desde luego, no parece que que los abruptos requerimientos dirigidos por Ibarretxe a Nicolás Redondo contribuyan a derribarlo. Ni el muro, ni los recelos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 28 de abril de 2001