Toda muerte es dolorosa. Pero en algunas el sentido de pérdida conmueve cimientos que parecían inexpugnables. Eso ocurre hoy en Buenos Aires con la trágica desaparición del periodista Germán Sopeña, redactor jefe del diario La Nación. Apenas se supo que la avioneta en que viajaba se había estrellado, las condolencias llegaron de todos los sitios. Miles de lectores expresaron afecto y pena. De haber podido, él hubiese dicho que no era para tanto.
De 54 años, extraordinariamente multifacético, Germán era una de esas personas que aman con locura: la vida, la música, las ideas, la búsqueda de la verdad, los viajes, los idiomas, la historia. Habría necesitado más de una vida. Corría en coche, tocaba jazz, conocía como nadie la geografía del sur argentino, viajaba, escribía libros, daba conferencias en una pequeña escuela rural o en un foro internacional. En español, inglés, francés o italiano.
Era un sólido polemista, claro y honesto, que reaccionaba con sorprendente rapidez. Básicamente era un hacedor. Le gustaba hacer. Pero, además, hacer bien. De ahí sus obsesiones periodísticas por los males sangrantes de Argentina: la corrupción, el retroceso educativo, la mala administración, la falta de interés por la historia y la geografía. Y hasta cierta pérdida de normas de urbanidad en la sociedad. De lo más complejo a lo más elemental y cotidiano, todo lo que estaba mal lo rebelaba. E impelía a corregirlo. Era asombrosa su capacidad para multiplicarse. Una presencia que sólo con eso templaba la redacción. Escuchaba, corregía, sugería. Y escribía siempre. Con una claridad de conceptos que se volvió requisito y que es uno de sus mejores legados. 'Aun si no estoy a salvo de la caricatura del periodista tipo -capaz de escribir de todo sin saber de nada-, esgrimo en defensa propia lo siguiente: se trata de comprender cómo y por qué suceden las cosas, y de transmitirlas de la manera más simple a los demás', escribió de sí mismo.
Tal la guía del trabajo editorial que todos los días empezaba humildemente desde cero: 'Contar lo que sucede con la mayor exactitud posible. Ésa es', dijo, 'la utopía más noble de nuestra profesión'. En Buenos Aires lo lloran numerosos periodistas y lectores.
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* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 1 de mayo de 2001