Resultaría bastante oportuno soltar aquí una parrafada contra la ablación y ganarme de paso el beneplácito y la simpatía de unas cuantas lectoras, pero eso sería lo fácil y mi tarea de columnista rayaría en el desmérito y en la simpleza. El tema de la mutilación genital femenina sensibiliza a cualquiera y no creo que ningún occidental civilizado sea partidario de esta práctica tantas veces denunciada. Por eso carece de validez abundar en lo mismo desde un espacio de opinión y reducir a los africanos que practican esta cirugía ancestral a la firme categoría de salvajes sin remedio. Hay que relativizarlo todo y aunque la comparación resulte ofensiva, conviene saber que para ellos (subsaharianos de Gambia, Senegal, Mauritania o Malí) la práctica de esta clase de extirpación es tan natural como puede ser para nosotros la perforación del lóbulo de un neonato o el bautismo de una criatura bajo el agua bendita. Así hay que verlo para actuar en consecuencia y no atacar el problema como un terrible delito que no entienden como tal ni quienes lo ejecutan ni quienes lo padecen.
Si la alarma social ha saltado de nuevo es porque la ablación se ha instalado entre nosotros junto a los inmigrantes que la practican. Ha pillado a médicos y jueces con el culo al aire y se duda, por una lado, a la hora de denunciar los casos que se presentan en los hospitales y, por otro, ante la falta de una legislación que prohíba explícitamente esta costumbre. La solución está cerca, pero son ellas, las mujeres africanas que luchan por integrarse en nuestro mundo, quienes tienen que verlo. Y esto ocurrirá en el momento en que la situación laboral, cultural y social que viven en nuestro país sea la adecuada. Compartiendo nuestra normalidad, acabarán aceptando que las generaciones inmediatas se libren para siempre del estigma de la mutilación y las hijas de sus hijas dejarán de padecer las irreversibles secuelas de una tradición ya sin sentido. No se trata, pues, de juzgar, sino de acoger. El problema de la ablación no se reduce al clítoris, es un asunto de mayores proporciones que nos compete a todos. Denunciar estas atrocidades está bien, pero facilitar la integración debe ser la hostia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 3 de mayo de 2001