Las guías turísticas nos enseñan que los hamar son la mayor tribu del sur de Etiopía, que suman unas 25.000 personas, que dominan la agricultura, que crían vacas. Nos dicen que cuando un hamar mata a un enemigo su clan le reconoce la hazaña con un tajo que deja una orgullosa cicatriz sobre su cuerpo. Y que el número de cicatrices por centímetro cuadrado de piel ha crecido drásticamente desde que los hamar decidieron cambiar sus armas tradicionales por los más modernos rifles Kaláshnikov.
Algo de esto pudimos ver el domingo en el primer capítulo de la serie documental Los últimos indígenas (La 2, 21.00). También pudimos saber que esas tierras etíopes fueron la cuna de la humanidad hace tres millones de años (pero no qué tienen que ver los actuales hamar con ese hecho), que algunos pueblos semitas la visitaron hace 3.000 años (pero no qué fue de ellos), que el castigo corporal forma parte de sus hábitos matrimoniales (así, sin más comentarios), que el equipo de filmación conoció en su trayecto 'a unos simpáticos apicultores', que por la zona hay jirafas y pollos, y alguna cosa más.
¿Y bien? Hubo un tiempo en que todos los documentales debieron de ser así. Tierras lejanas, gentes exóticas, costumbres extrañas, descripciones sin narrativa, qués sin porqués. Pero hoy sabemos que ninguna observación tiene sentido si no se hace a favor o en contra de alguna teoría. Lo que un espectador actual espera de un buen documental es que le cuente una teoría -una idea, un destello de conocimiento- con las imágenes y las narraciones que sea preciso poner a su servicio. Lo demás son estampitas. Y pies de foto.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 15 de mayo de 2001