Requiem de Berlioz
Orquesta de Valencia. Orfeón Donostiarra. Miembros de la Banda Sinfónica de la Unió Musical de Llíria y de la Orquesta Sinfónica del Mediterráneo. Donald Litaker, tenor. Patrick Fournillier, director. Palau de la Música. Valencia, 12 de Mayo.
La Gran Misa de los muertos de Berlioz sugiere siempre la comparación con las otras misas de requiem del repertorio: Mozart y Verdi sobre todo, aunque también Fauré. Pero conviene no olvidar que, sobre ellas, siempre está planeando, aunque sea en el terreno del subconsciente, la secuencia más popular del repertorio gregoriano: el Dies Irae de Thomas de Celano (siglo XIII). Esa obra marca de forma indeleble el espacio donde la música católica pedirá piedad para sus muertos. Lo de Brahms, naturalmente, es otra cosa.
Es frecuente, centrándose ya en Berlioz, referirse al gran aparato instrumental y vocal que su interpretación requiere, aunque cada vez se desmienta más el carácter tremendista de estas páginas y se destaquen, por el contrario, las sutilezas y el refinamiento de una partitura sólo descomunal en apariencia. La audición en directo de la obra sin duda lo confirma: pocas veces se utilizan conjuntamente todos los efectivos (120 cantantes y 130 instrumentistas en la versión del sábado, aunque podría llegarse a 800 voces -según las estipulaciones del compositor- en alguno de los números), pero hay en escena una plantilla capaz de proporcionar toda clase de efectos y de colores, todo tipo de gradaciones y de climas. Desde el pianissimo más sutil hasta el forte más restallante. A pesar de ello, Berlioz -como buen francés- no atruena nunca. No hay un solo momento en que convenga la atmósfera de bombo y platillo. La delicadeza es consustancial a esta partitura, y Patrick Fournillier lo entendió de esa manera. Todos los músicos que había en escena también parecían haberlo comprendido.
En cuanto a su cotejo con las otras misas de requiem del repertorio (incluida la más antigua y admirable de todas), cabe subrayar la modernidad premonitoria en el tratamiento de las voces -data de 1837 y anticipa ya ciertos efectos suspensivos que reencontraremos en Penderecki y Ligeti- y la rica paleta orquestal que dará paso a los hallazgos de Debussy y Ravel.
Hermosísima partitura
También es cierto que esta misa, con toda la sutileza y el colorido que presenta, no produce en el oyente esa sacudida ante la muerte que percibimos, con matices tan diversos como intensos, en el Requiem de Mozart, el de Verdi y la Misa de Difuntos gregoriana. La hermosísima partitura carece del temor ancestral ante el Gran Juez (Thomas de Celano), del dolor íntimo de Mozart y de la eclosión emotiva -tan teatral como sincera- de Verdi. La de Berlioz es una posición estética (casi esteticista) frente a la muerte. No escuchamos los ecos de un ser humano enfrentándose al fin, o de una colectividad asumiendo un ritual inevitable, sino de un poeta -de un compositor- trazando con gran plasticidad las coordenadas que encuadran ese momento.
Ahora bien, el hecho en sí parece haber escapado a su pluma.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 16 de mayo de 2001