La noche del pasado sábado, el zapping me llevó a presenciar la retransmisión del Festival de Eurovisión. Una irreprimible sensación de nostalgia se apoderó de mí, y me encontré de pronto rememorando los tiempos de mi infancia. Pero ese festival ya no era el mismo. Nuevos países, sistema de televoto, abrumadora mayoría de canciones con música electrónica, ofreciendo una impresión de tediosa uniformidad. Y, por encima de todo, una misma lengua, el inglés, utilizada a discreción y sin solución de continuidad por suecos, daneses, griegos, estonios, eslovenos, letonios, lituanos, bosnios o croatas. Las únicas excepciones: Francia -por descontado-, Alemania, Portugal, España y, quizá, Israel.
Entiendo que la globalización comporta una cierta homogeneización cuyos efectos estamos notando en muchos ámbitos de nuestra vida. Esto no es necesariamente negativo, pero parece evidente que no debería conducirnos a renunciar a nuestro patrimonio cultural, ese 'mosaico' europeo compuesto por una multitud de lenguas y culturas que nos dan una riqueza única.
En este Año Europeo de las Lenguas, en que la Unión Europea ha decidido invertir esfuerzos en la defensa y promoción de las lenguas europeas, incluidas las llamadas lenguas regionales y minoritarias, este ejemplo, por frívolo que parezca, es, sin duda, revelador y merece, por lo menos, unos minutos de reflexión.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 18 de mayo de 2001