Detrás de una ventana no siempre está el mismo paisaje. Las nubes, el sol, las estaciones, los azares de la realidad y la inquietud de los ojos que se encargan de confeccionar un mundo flexible, una pintura que se mueve para ajustarse a cada situación. Detrás de un poema no siempre está la misma historia. A mi padre le gustaba leer poesía en alto, con esa voz suavamente engolada que los viejos actores y los padres confunden con los momentos dramáticos de la sinceridad. Al desgranar en sílabas y pausas una leyenda de Zorrilla, al teatralizar con la mano en el aire la dignidad aristocrática de los romances del Duque de Rivas, al perseguir con los labios el descaro de un pirata, al clavar con una leve vibración apasionada los buenos versos y los ripios de Campoamor, la voz de mi padre era siempre la misma, abría la misma ventana, pero yo observaba, levantándome de puntillas sobre mis emociones y mis estados de ánimo, un paisaje distinto. Creo que me hice poeta porque algunas tardes lluviosas de domingo no resistí que se muriera la francesa rubia de El tren expreso, digna de ser morena y sevillana según el orgullo patriótico de Campoamor. Un caballero fatigado del mundo coincide en el tren con una hermosa mujer, herida por la tuberculosis. Aunque el buen amor estalla de golpe, como el estremecimiento de una locomotora, la piadosa rubia sevillana o morena francesa, ¿qué más da?, no quiere complicar al caballero en las sombras de la muerte y le pide un año de plazo, por si la enfermedad decidía indultarla de su sentencia secreta. Pero al año siguiente sólo llega a la cita una carta, con muy buenos versos, en la que ella da al mismo tiempo noticias de su amor y de su muerte. Me aprendí de memoria aquella carta y me hice poeta para poder cambiarle el final, para ajustarle las cuentas al destino, aunque la literatura me enseñase luego que a veces conviene dejar que la realidad hable sin engolamiento y sin mentiras, llamando a las desgracias por su nombre.
Aquellos poemas de Las mil mejores poesías de la lengua castellana fueron mis novelas de aventuras. Los repetía como quien cuenta su vida, una historia de familia, un farol o una confidencia. Por culpa de ellos tuve un gran fracaso la mañana en la que el profesor de literatura me sacó a la pizarra y me preguntó la lección de Campoamor. Cuando recité de memoria la carta de El tren expreso, mandó que me dejara de tonterías y me preguntó las fechas del nacimiento y de la muerte del poeta. Y encerrado en las fechas me quedé, hasta que un joven profesor llegó al año siguiente y nos leyó en alto, con esa voz suavemente engolada de los profesores, un cuento de Clarín, ¡Adiós, Cordera!, que me devolvió a mis ventanas y a mis estados de ánimo, a la necesidad íntima de discutir con la realidad, con los trenes y con las soledades.
En la Feria del Libro de Granada acabo de comprarme la edición de los Cuentos completos de Clarín que ha publicado Carolyn Richmond en Alfaguara. Una magnífica edición de un buen cuentista. Desde que descubrí que la literatura es algo más que una disciplina académica, la aguardo siempre fuera de los horarios de trabajo. Los lectores somos también unos cuentistas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 19 de mayo de 2001