'¿Por qué estaba tan revolucionada la plaza?', se pregunta Alberto Ramírez. ¿Será porque se caen los toros? ¿Será por la malhadada suerte de varas? Todas las teorías valen, pero la verdad es otra. Cae el sofoco y, por aquello de combatir los bostezos, a gritar todos. Por supuesto, los toros se caían y los varilargueros no daban una a derechas. 'Creo que me voy de Las Ventas repaldado por el calor de afición', dice Ramírez, y sin darse cuenta responde a su pregunta: un calor de 40º en la barra del bar.
'Cada faena la he planteado de forma diferente', inicia el matador de toros que ayer confirmó su alternativa. 'Al primero le faltaba chispa y le he toreado con mucho temple, despacio'. ¿Y el segundo? Se revuelve y la satisfacción y la amargura se mezclan en su boca. La alegría... 'Porque me he entregado y el público así lo ha entendido'. La tristeza tiene que ver con la espada: 'Me he tirado desde demasiado cerca. Lástima de oreja'. Mientras, la gente gritó. Gritó para protestar y para jalear al torero. El calor de Las Ventas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 28 de mayo de 2001