Me dirijo a ustedes porque, pese a que se supone que el alcalde de Madrid nos representa a todos, no todos los madrileños somos iguales.
No puedo soportar de nuevo el espectáculo de unos futbolistas maltratando la Cibeles por haber ganado una Liga de fútbol, bailando la Conga de Jalisco unidos por la cintura y con cara de alucinados o sentados en la cabeza de los ilustres leones; por no hablar del efecto que me produce ver a un supuesto adulto robándole un beso a la diosa, o adornando su cuello con un trozo de tela espeluznante.
No han ganado estos señores el Premio Nobel de la Paz ni han descubierto nuevos fármacos para curar el cáncer. Ni siquiera se levantan a las seis de la mañana para ir a trabajar un día más mientras se preguntan si podrán estirar el sueldo hasta fin de mes. Tampoco llevan acampados en esa misma calle cuatro o cinco meses para reivindicar ese humilde párrafo que recoge la Constitución y que afirma que todos los españoles tenemos el derecho y el deber de trabajar.
Así que cuando mi niña, a la que adoro, haga su primera comunión (un gran acontecimiento), iré a hacerle la foto en la Cibeles, abrazadita al cuello de la diosa, con los abuelos subidos en los leones. El ágape lo celebraré en el parque del Retiro, rodeando la estatua del Ángel Caído, que previamente habré adornado con espumillón (mi familia no tiene bufanda que la identifique). Si llueve, instalaremos las mesas en el Museo del Prado, o mejor, en el Reina Sofía, que tiene salas más amplias.
Y cuando nos detengan a mí, a mi marido, a los abuelos, a los hijos, a los tíos y a toda mi parentela, me preguntaré una y otra vez por qué soy una ciudadana de segunda clase. ¿Ustedes lo saben?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 31 de mayo de 2001