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COLUMNA

Pilotos

Los globos son menos pesados que el aire; los seplas son más pesados que las intimidaciones de la Agencia Tributaria. Los globos se hinchan con hidrógeno, helio o su propio volumen de aire caliente; los seplas se hinchan con huelgas, cócteles y subidas hasta la gloria de su nómina. Los seplas son sindicalistas de las constelaciones, y han hecho de las alturas una trampa para rehenes; y del vuelo, un instrumento de chalaneos y turbulencias. A sus más ilustres antepasados, que se columpiaron por los cielos, se les caería el pico y el hocico de bochorno. Eran criaturas irracionales y audaces, un gallo, un pato y un cordero, que ni siquiera reivindicaron aquella proeza: apenas se apearon del ingenio aéreo, los incluyeron en el menú de su propio éxito, y terminaron convertidos en proteínas y abonos. Los seplas pueden terminar así, en cualquiera de esos aeropuertos, donde la furia y el hambre de un pasaje escarnecido, se venga en antropofagia selectiva y transitoria. Aunque los pilotos del Sepla, siempre pueden redimirse al volante de un taxi o de una furgoneta de chambis.

Cuando llega el verano y se ponen en marcha las avanzadillas turísticas, a los seplas le sale un sindicalismo de pasarela y se la hacen echándole descaro y soberbia. Dejan sus aviones en la pista y saltan a por todas, utilizando la desmemoria cómplice de las compañías aéreas y la confianza de su clientela. Y mientras negocian, y algún ministro les paga el aperitivo, el personal va del cabreo a la mansedumbre, y termina tumbado en el suelo, entre papeles, colillas y latas de cerveza, soñándose un sueño de almanaque con playa paradisíaca y piña colada. Mi vecino, ya ha veraneado en los aeropuertos de El Altet, Manises, El Prat y Barajas, y cuenta que es una experiencia inolvidable, y que le ha perdido el miedo a los aparatos.

Los hermanos Wright hicieron del vuelo un hermoso epílogo del romanticismo; Saint-Exupéry, un Principito, que han leído hasta los bolcheviques; los pilotos soplaseplas, un negocio lucrativo y pedestre, como ellos. Y tan pimpantes. Por menos, a los metalúrgicos o a los mineros, les mandan los antidisturbios. Y eso que también son sindicalistas.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 20 de junio de 2001