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CRÓNICA

¡Estaban moribundos!

Los supuestos bravos casta Núñez, de Nazario Ibáñez, estaban moribundos. ¡Que se morian al llegar al tercer tercio! ¡Que se iban a las tablas buscando una muerte indigna para un supuesto toro bravo! Que Jesulín no sabía qué hacer para matar aquel animalillo aculado en tablas que dio dos medias vueltas al ruedo, el matador detrás, en medio de descomunal bronca. ¡Que terminó echando al desnortado público, ustedes me perdonarán, contra el presidente, y le coreó cosas irreproducibles!

La mansada infumable llegó de tierras yeclanas con las que los veterinarios, de esta siempre complaciente plaza de Alicante, ya tuvieron sus más y sus menos. ¡No les faltaba razón! Era inmisericorde ver a aquellos acobardados animales a los que los picadores, cierto es que barrenaron en las monopuyas que les metieron, no les dieron castigo para dar tumbos y sobre todo para, una vez iniciada la faena de muleta, irse, en la mayoría de los casos, hacia tablas a tragarse su agonía. Así que ante semejante ganado qué decir del indecoroso papel, a la fuerza, de sus matadores.

Jesulín hizo cura de urgencia al que abrió plaza. Si toreara un bravo con el temple que le dejó el de Ibáñez, el de Ubrique rompe el cuadro. Como quisiera echarse antes de que montara la tizona abrevió y a pesar de la estocada y de que el público estaba fresco para dar hasta propina, no hubo ni siquiera petición, y sí pitos en el arrastre. Luego vino el papelón. Abanto de salida como todos sus hermanos de camada, el cuarto se rajó porque el animalillo no podía con su piel. Moribundo, en medio de insultos y descomunal bronca, potreó al rey del couché lo que quisó y terminó pagando el pato el presidente, que debió alucinar en colores.

Toda la tarde era surrealista porque El Cordobés se llevó una oreja por pegar más mantazos que Ramonet, el mejor charlatán de mercado que se conozca, pero el que más frazadas vendía. Calentó el torero un poco más a los del sol con ranitas y otras fruslerías y arrancó una oreja. Vergüenza es lo que faltó. Y como dos no riñen, ni torean, ni se dejan, si no quieren, eso le pasó a El Califa, quien se esforzó en agradar en su reaparición tras la cornada de Córdoba. Aquí se la dieron en el ánimo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 21 de junio de 2001