Tres ancianas y un demente, en pública ceremonia y con todo el vecindario presente, se han autoproclamado reyes. Son los dueños del barrio, son mis tiranos.
Desde el día de la coronación, llegada la noche, cogen sus hamacas, sus lenguas viperinas, sus vestidos baratos y sus tristes vidas y acampan debajo de mi ventana. Controlan mis hábitos, mi alimentación, mis ocios. Mi vida.
El poder, el que gobierna fuera de este barrio, no puede hacer nada al respecto porque son mayores, pensionistas con derecho a voto, respetables.
Los agentes de ese poder no dudarían en cometer una masacre si este gobierno paralelo lo formaran jóvenes greñudos con gustos musicales extraños y consumidores de bebidas baratas, pero ancianas... ¡Nunca! ¡Son señoras...!
Pues bien, estas señoras, estas dignísimas representantes de la calidez sureña, toman las calles de Málaga y de otros sitios de Andalucía y destrozan los oídos de los acalorados vecinos con sus chismes y sus ordinarieces.
Harto de la situación, algo desquiciado por tantos veranos de control, salgo a la calle y hablo con las ancianas. Les apelo al respeto a mi intimidad y a mi descanso y ella, la reina, desagradable como nadie y con su patético séquito, me espeta... ¡Una mierda, yo llegué antes y el barrio es mío y tú a joderte!.
Ante esta situación, ante la impotencia de no poder llevar a cabo mis más bajos instintos y ante la imposibilidad económica de mudarme de piso, solicito: que me manden a una embajada fría, aburrida y sin ese arte tan simpático que tienen nuestras ancianitas andaluzas, por ejemplo a Suecia.
Si el Ministro de Exteriores lee esto... ¡Auxilio...!
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 28 de junio de 2001