Los vecinos de Lavapiés hemos visto cómo en los últimos tiempos este barrio madrileño se ha convertido en un refugio multicultural caracterizado por acoger a gentes de otras latitudes. Lo que en un principio era integración y trasvase de costumbres, sinónimo de enriquecimiento para todos, se ha convertido en marginación e inseguridad. Mi experiencia personal era ajena a las desagradables noticias vertidas desde los medios de comunicación hasta que me ha tocado. La semana pasada, tres magrebíes me asaltaron y, no satisfechos con el botín obtenido, me han postrado en una cama: robo con intimidación, agresión, lesión en el menisco y baja de 15 días como mínimo. Y me considero afortunado, porque puedo contarlo: ni me clavaron el arma blanca con la que me amenazaron ni, en principio, me han roto el menisco, lo que acarrearía operación quirúrgica y rehabilitación. Pero esto no ha sido un hecho aislado: que se lo pregunten a los vecinos, sea cual sea su nacionalidad, a los hosteleros, a los profesionales sanitarios, a los policías y a los políticos municipales. No se trata de un problema racista (no en Lavapiés), sino de un problema de inseguridad ciudadana que ha degradado no sólo este barrio, sino otros de la capital.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 30 de junio de 2001