Hoy me han dado una noticia trágica, la muerte de una persona. Soy vendedor de prensa desde hace poco y la verdad no paso un día sin que lea EL PAÍS. Pues bien, hoy, domingo, lo he leído a disgusto, y todo porque al abrir esta mañana mi local no había recibido EL PAÍS. Furioso, he llamado a la distribuidora y nadie me ha contestado. Son las diez y no llega. Los clientes me comentan que es en todos sitios así. No lo entiendo, no puede ser, nunca había pasado. Dan las diez y media, y nada, hasta que cerca de las once oigo a una furgoneta abrir una puerta, salgo y ya está aquí. Le pregunto al repartidor qué pasa y me dice que el repartidor que trae la edición de Sevilla ha tenido un accidente de camino aquí. Bajo mi tono de voz y le pregunto si sabe algo de él. Ha muerto, es su respuesta. Nos quedamos los dos mirándonos durante poco rato, pero para mí se hace eterno. Me siento culpable por haberle reprochado la tardanza. Le despido hasta mañana y me pregunto si lo volveré a ver, nunca me lo había planteado. Ha sido un día negro en lo que a ventas se refiere. La gente se ha ido a la playa y poca ha comprado el periódico, pero, eso sí, todos los ejemplares de EL PAÍS los he vendido; casi nunca los domingos se vende completo. Quizá sea un pequeño homenaje para quien ha dado hoy su vida en la carretera para que llegara a tiempo y no lo ha conseguido.
Desde aquí me gustaría recordar y saludar a todos los encargados de que nosotros, los vendedores de prensa, recibamos a tiempo las ediciones de todos los periódicos, ya sea éste o aquél, y pensemos lo que hay detrás, que no sólo llegan y dejan el paquete y se van; no, se juegan la vida en ello, aunque la pierdan como en esta ocasión, y seamos más humildes. Descansa en paz, muchacho.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 8 de julio de 2001