Pocas veces uno tiene la oportunidad de asistir a una época de esplendor de la industria fúnebre, descontados los periodos de guerras y de graves calamidades. El hombre que tenía ante mí no era un individuo feliz a pesar de que, en pocos años, había triplicado su sepulcral clientela, pero cuando le pregunté por la prosperidad de su empresa consultó el libro de asientos y confirmó sin mover un músculo de la cara que los muertos que había alojado en los últimos años en sus ataúdes eran tantos que su funeraria había quedado desbordada y tuvo que recurrir a otras de las cercanías para poder atender todas las peticiones. Las llamadas de teléfono, me contó, se producían a cualquier hora y siempre con el mismo mensaje: tenía que acudir a cierto kilómetro de la carretera vecina a recoger uno o varios cadáveres destrozados por la violencia de la colisión.
Con aplicación profesional el encargado de la funeraria había ido nutriendo su empresa. La funeraria tenía un nombre vagamente cómico o, al menos, no se deducía de él su luctuoso fin social: Sábanas. Si hubiera sustituido sábanas por mortajas el resultado, aunque más atinado, habría sido abiertamente calamitoso, así que mejor dejarlo como estaba. Al fin y al cabo nadie acude a comprar un ataúd atraído por la marca.
Pero del mismo modo insensible en que el negocio mortuorio aumentó, al cabo de cinco años volvió a la demanda primitiva. La causa no fue otra que la jefatura de Carreteras de Andalucía Oriental decidió cambiar la señalización permisiva del aquel tramo mortal de la Nacional-323 y sustituir el firme resbaladizo del piso por otro antideslizante.
Esta es la historia resumida de la carretera de la muerte de Granada, el tramo en donde 60 personas perdieron la vida en cinco años en accidentes de circulación, unos accidentes que se redujeron a las proporciones ordinarias cuando se redujo la velocidad de conducción y se prohibieron adelantamientos temerarios pero tolerados por los discos y las marcas en la calzada.
Aunque la filosofía griega ha estudiado pormenorizadamente qué son las causas y qué los efectos, existe un tipo de causa que pertenece no a la metafísica sino al sentido común. Y al sentido común me pareció en 1992 que competía aquella terrible concatenación de causa y efecto, de carretera y accidentes, señales y víctimas. La Justicia, sin embargo, recorre caminos extraños a la lógica común.
La semana pasada la Fiscalía de Granada retiró la acusación contra el único procesado por los accidentes ocurridos en la carreta de la muerte, el entonces jefe de Carreteras de Andalucía Oriental Rafael Villar. Es posible que Villar no sea culpable, que la responsabilidad alcanzara a los cuadros técnicos o al legislador que permitió colocar discos de circulación suicidas, pero nunca lo sabremos.
Lo que sí resulta sorprendente es que tras diez años de investigación ni el juzgado instructor ni la Fiscalía hayan encontrado responsables de aquel periodo siniestro que convirtió a los propietarios de una modesta funeraria de pueblo en un negocio floreciente y propicio.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 10 de julio de 2001