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COLUMNA

Orgasmos

En las playas apenas si se advierte la presencia de aquellos chuletas y ligones que olfateaban el sexo transeúnte a cientos de kilómetros y llegaban a bordo de un tren de vapor, con un bronceador rápido y quince días de gimnasio, para deslumbrar a la presa. Aunque execrada, qué especie tan heroica: confiaba más en el machismo patrio y en las manualidades que en la perfección del canon estético y en el progreso de los plásticos. Eran los últimos cazadores al ojeo, y por pieza cobrada se rajaban una cruz en el tórax. De regreso a la capital, mentían con el descaro y la ingenuidad de un pescador de caña. Perdieron fuelle cuando las suecas y las nativas pusieron a orear públicamente sus esbeltos pechos. Y conocieron la derrota al observar cómo un espléndido trasero femenino surgía entre la espuma de una ola. El pudor sólo era el tejido adiposo de la historia y de la moral en la catequesis de la parroquia. Y el Mediterráneo lo disolvió y lo quemó en lámparas votivas para celebrar el regreso del paganismo.

Ahora, en las playas, se admira no las esculturas de Scopos o Lisipo, sino las de los laureados cirujanos plásticos. Los hermosos cuerpos ya no son de mármol estatuario, ni de bronce, ni tan siquiera de carne mortal, pero placentera. Son de gel de silicona, de aceite de soja, de grasas animales y de prótesis de siloxano, trabajados a base de ordenadores, de láser, de estiramientos, de bisturí y de liposucciones. Además, disfrutan de rostros ajustados a la sección áurea, y de vaginas y penes de diseño y tecnología punta. El culto al cuerpo propio es la verdadera religión. Pocos son los que pretenden dejar un rastro de erotismo para las fantasías del prójimo. Cada quien se excita a sí mismo, porque esa es la más orgásmica revelación mística. En un mundo así, ni una plaza para los chuletas envejecidos y los monteros furtivos del coito en el arenal. Dentro de unos años, las playas serán museos de soberbias esculturas, talladas en despojos humanos y química orgánica. Entonces, el Mediterráneo las lamerá hasta convertirlas en residuos y las confundirá con los excrementos y la grasas de los cargueros que surcan la bahía.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 11 de julio de 2001