Poner la mesa no es muy diferente a ordenar la mesa. De vez en cuando, urgido por un tumulto de libros, papeles, sobres, periódicos, vasos, cuadernos y juguetes, tengo que ordenar la mesa de mi estudio. Como me resisto a romper las cartas sin contestar y a hundir los libros de los amigos que aún no he leído en el purgatorio de las estanterías, el orden consiste en llevar los vasos a la cocina, los juguetes al cuarto de las niñas, y en dejar todo lo demás como estaba, pero distribuido en montoncitos de buena voluntad. Las cartas no contestadas son entonces las cartas que se van a contestar, los libros no leídos se convierten en la lectura del próximo fin de semana y los cuadernos intuyen la cosecha de versos futuros, de poemas que ya están rozando su final. Aceptamos por un instante el deseo de convertirnos en nuestro propio juguete para volver al principio de la historia. Cosa de las vacaciones.
Poner la mesa es también una alianza entre el deseo y la necesidad, la secuencia de un relato. Los cuchillos y los comensales esperan el lugar asignado, el orden capaz de transformar la biología en representación y la supervivencia en Historia. A veces resulta una tarea casi imposible. Observar a la gente mientras come es todo un espectáculo, un acontecimiento teatral que define con exactitud el carácter de los personajes. Los chiringuitos, los restaurantes o los comedores familiares adjetivan el ritual, pero el argumento de la obra es decidido finalmente por las costumbres de las servilletas. Las vacaciones y los días festivos, cuando dejan a los manteles sin su disfraz de prisa cotidiana, iluminan el sentido de celebración que hay en la comida, el arte de distribuir las sillas y de dialogar con el tiempo. Los chiringuitos de julio son puro presente, canibalismo y exaltación, la carcajada de una tribu que danza sobre manteles de papel con manchas de vino. Comemos en bañador, sin vernos, aunque no podemos evitar una mirada hacia el espectáculo de los otros. En las celebraciones familiares y en las despedidas ocurre lo contrario, porque la memoria se sienta en la mesa, miramos, y nos vemos comer, tomamos conciencia de nuestro espectáculo, nos situamos en el pasado y en el futuro, en un orden que resiste el oficio del tiempo y confunde los finales con los principios. Mañana se va mi hija mayor de viaje. Pongo la mesa para la cena, y organizo la representación, asumiendo los lugares de siempre, las conversaciones de siempre, las alegrías y los enfados de siempre. La palabra siempre es un buen equipaje, una compañía sentimental en la incertidumbre.
El escritor que medita el final de un libro o de un artículo, aunque sea en el mes de julio, no hace otra cosa que poner la mesa para una cena de fin de año. Una mesa de dos, una representación de velas, uvas y champán en el momento de la despedida. Si todo queda bien, el lector brindará, se sentirá cómodo en la melancolía y cerrará la puerta agradecido. El escritor oirá los pasos en la escalera, aceptará los ruidos de la soledad y tardará algún tiempo en quitar la mesa. Aunque no existe otro mundo, existen otros libros y otros artículos. El escritor tardará más que el lector en admitirlo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 14 de julio de 2001