En la terraza de su apartamento, el pensador se dijo que si la Historia no era 'una destilación de rumores', el veraneo sí era una destilación de mus, de filtros solares, de criaturas simples, de arroces a banda y de refriegas sexuales. En la tercera planta de su residencia y con aquel catalejo del capitán de un cliper que había cubierto la ruta del té, no se le escapaba ni una: desde los muslos blancos, pero amoratados por los mordiscos de algún tiburón, en el cuerpo a cuerpo de cada noche, hasta los pezones de amatista de una adolescente exótica. Al pensador lo crispaba la multitud, por eso sólo pisaba la playa a la salida del sol, mientras su mujer dormía las copas de la madrugada. Paseaba una hora por la orilla del mar y se daba un par de chapuzones, antes de refugiarse en el lujo de su apartamento. A las diez, se acomodaba en un amplio sillón de mimbre, bajo el toldo de la terraza, con un libro y su potente catalejo.
Se lo compró a un anticuario arameo, en un viaje a Boston. El comerciante le contó que había pertenecido al capitán del legendario Surprise y que era un instrumento misterioso: todo cuanto se ha observado por él, que ha sido mucho y muy inquietante, está atrapado en su interior, y cualquier aberración óptica, puede regresarlo a su virtualidad. No lo olvide: tiene su gancho, pero también su riesgo. Y se lamentó de los caprichosos y coleccionistas que habían terminado devolviéndoselo, lívidos y sin exigirle ni un centavo. Pero al pensador aquella advertencia se le antojó puro e inocente marketing. Hasta hoy mismo, miércoles. Hoy, cuando contemplaba, muy excitado, cómo dos hermosas mujeres de almanaque se lo hacían de todas las formas posibles, en un chalé próximo, un violento fulgor lo cegó momentáneamente. Luego, por el ocular se vio a sí mismo, veinte años atrás, cuando renunció a sus principios por un Porsche, y a sus libros de Bakunin, Kropotkin y Malatesta, por un orden áureo, una plaza de ejecutivo, y una esposa, algo mayor que él, insaciable y alcohólica. Muy avergonzado, ocultó el rostro entre sus manos. Y no por su vileza, sino porque algún sucio voyeur, lo había espiado por aquel mismo catalejo. Qué inmundicia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 18 de julio de 2001