Esta carta no quiere ser una elegía a un amigo que ha muerto con 20 años. Su nombre era Aitor. Tampoco será una protesta, porque de nada vale ya protestar y porque, por otra parte y después de tantos años, sabemos que los responsables han hecho oídos sordos a protestas parecidas. Esta carta es sólo un aviso, una advertencia a padres y madres que, como yo, tenemos hijos cercanos a la adolescencia.
En la noche de san Juan, un chico con tan sólo 20 años murió roto, descerebrado, en la famosa playa del Peñón del Cuervo. Es uno más, no es el primero y desgraciadamente no será el último. Ocurre año tras año. Viene ocurriendo desde que yo era pequeña y supongo que desde mucho antes, verano tras verano. Unos mueren, otros quedan inválidos, pero no pasa nada, nadie dice nada.
¿Por qué no se vigila, y penaliza, que los chavales vayan con casco y respeten los límites de velocidad? O lo que sería más fácil, ¿por qué no se cerca el Peñón del Cuervo? Sería más económico, si es el dinero lo que les frena a actuar. ¿Cuántos parapléjicos y cuántas familias destrozadas son necesarias para que se haga algo tan simple como cercarlo? (¡O volarlo, maldita sea!).
En fin, sería motivo de otra carta comentar por qué la ambulancia que asistió a Aitor se perdió y llegó con tanto retraso, por culpa de unos accesos laberínticos y mal señalizados, que también se cobran víctimas año tras año.
Pero ya digo, esta carta, dando por hecha la indiferencia de los responsables, sólo quiero que sea un aviso a madres que como yo tenemos hijos que pronto irán de moragas a la citada playa, a la que, probablemente, aún seguirán teniendo fácil acceso para tirarse, fácil acceso para matarse. Esta carta va por ti, Aitor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 24 de julio de 2001