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COLUMNA

A bocajarro

Cuando la orilla de mar se tiñó de púrpura, los bañistas abandonaron las aguas, en medio de un estallido de pánico. Desde la arena, la multitud contempló el turbador fenómeno, mientras escrutaba cada ola por si descubría el indicio letal de un tiburón intruso. Minutos después se desvaneció aquel fenómeno y todo recuperó su cotidiana normalidad. Un profesor de física explicó magistralmente, por los servicios de megafonía, que no había ningún riesgo, que tenían el privilegio de haber sido testigos de un infrecuente y hermoso efecto óptico; de inmediato, y a una orden, los apuestos vigilantes de la playa se lanzaron de cabeza a las aguas, para tranquilizar a los bañistas, hasta que, no sin ciertas cautelas, volvieron a los gozos de sus juegos y chapuzones. El sobresalto se resolvió en una peregrina anécdota. Sólo una joven, que tenía el encanto y la dulzura de un fresco de Piero della Frascesca, inclinó la cabeza y lloró en silencio. Luego, murmuró con ternura: Carlo. Y se cubrió el rostro con un pañuelo que ya era de viuda.

El Mediterráneo es un mar de viejos oráculos, de criaturas misteriosas y de mensajerías confidenciales, que sólo saben descifrar cuantos conocen la enseñanza y el origen de sus vientos. Aquel día, la joven percibió el aroma de las flores de su lejana Liguria y el clamor que ascendía de las callejuelas góticas, de los palacios renacentistas, de los comercios de la plaza de Ferrari, de toda Génova, levantada contra la barbarie y el saqueo del capital. Y, de pronto, percibió un estampido y un intenso olor a pólvora. Poco después, allí mismo, en aquella otra orilla, donde lo esperaba, la espuma se enrojeció. Ella lo supo y murmuró: Carlo, mientras las lágrimas dibujaban la aristada geometría de su dolor y de su rabia. ¿Cuántas víctimas serán necesarias para satisfacer tanta voracidad? Otra vez el poder del dinero blindando el crepúsculo del fascismo: adiestra en el odio a los aprendices de carabinieri, les ordena apretar el gatillo y abatir una esperanza, que también podría ser suya. La joven regresa al fresco de Piero della Francesca, cuando ya algunos bañistas agitan las pancartas de la denuncia, a ver qué.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 25 de julio de 2001