No puede ser casual -todo lo contrario, se trata de una búsqueda llena de buen cálculo y de libre necesidad de indagar, que nos ocurre diariamente a mucha gente de ahora-que uno de los motivos o asuntos argumentales más frecuentados por el cine de aquí y de allí en las últimas décadas haga referencia, directa o indirectamente, al feo y doloroso asunto de la orfandad, a la ausencia de presencia (real o simbólica) de la madre y, sobre todo, del padre en la vida de la gente de ahora, niños y menos niños.
Son incontables las películas que se entrometen y hurgan en las vidriosas trastiendas de este rasgo trágico colectivo contemporáneo, de tan graves y vastas proporciones que no deja sitio a la dulzura y al matiz de la media tinta y enrarece con un baño de brusca, seca y amarga sequedad las pantallas por donde pasa. Pero hay obviamente excepciones a esta rudeza formal, y una de ellas está en esta delicada, de discurso grave pero amable y tenue, película estadounidense hecha con cuatro cuartos, y abundantes ganas de hacerlo bien, por Kenneth Lonergan, que además es su (muy bueno) escritor.
YOU CAN COUNT ON ME
Dirección y guión: Kenneth Lonergan. Intérpretes: Laura Linney, Mark Ruffalo, Amy Ryan, Michael Countryman, Adam LeFevre, Rory Culkin, Mathew Broderick. Género: drama. Estados Unidos, 2000. Duración: 146 minutos.
Es You can count on me la historia, escrita con sutileza e inteligencia, de una hermana y un hermano huérfanos absolutos y del hijo de ella, huérfano fantasmal, a medias, pues tiene padre y madre en el desalmado estado de ausencias presentes. El triángulo, a ráfagas cuadrangulado por un intruso episódico, que componen estos personajes da lugar a una película formalmente muy sencilla pero de fondo rugoso, en la que Laura Linney y Mark Ruffalo bordan dos intensas, memorables creaciones, en la línea del mejor cine independiente estadounidense, al que You can count on me pertenece, y por todo lo alto, pese a sus zonas endebles.
Hay frecuentes balbuceos y arritmias en la puesta en pantalla llevada a cabo por Lonergan, que para compensar sus carencias y debilidades como realizador las da a cambio todas, y con exactitud, en la diana del buen director de actores y el buen escritor de cine. Su relato es dueño de un fino, admirable sentido de lo indirecto: cuenta lo que cuenta -que aparentemente no es mucho, pero poco a poco nos percatamos de que en rigor es muchísimo- y en la sencilllez de su forma de contarlo estallan vivísimas e inquietantes complejidades del suceso de vivir, que es la materia de esta elegante y primorosa comedia trágica intimista.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 27 de julio de 2001