Desayunando en la Ciudad del Vaticano, conocí a un joven sacerdote que amenizaba mis despertares contándome curiosidades sobre la idiosincrasia italiana. Aquí, comentaba, un hijo responsable y honrado es mucho menos valorado que aquel capaz de vender a su padre por un plato de espaguetis. Me aconsejó además que, aunque nunca pasaban los revisores, comprara al menos un billete para poder utilizar los transportes públicos. He de confesar, que a pesar de recorrerme la Ciudad Eterna a bordo de sus bulliciosos autobuses y soportando un tráfico caótico, aún conservo intacto el billete, que ahora utilizo de marcapáginas.
Es el país de los contrastes: La cuna de la cristiandad convive amigablemente con el más feroz anticlericalismo. La solemnidad de sus monumentos pasea por la ribera del Tíber, junto a la dolce vita y la porca miseria. La mendicidad es sustituida por la cultura del tirón. El desorden y el ruido se funden con el silencio de las catacumbas, y en la Boca de la Verdad sólo meten la mano los turistas.
Los romanos no están locos, querido Obelix; lo que no quieren es complicarse la vida como nosotros con pactos y proyectos independentistas. La política no es 'Cosa Nostra'; por eso votan mayoritariamente a Berlusconi, a pesar de tener pendientes numerosos procesos judiciales. En la Casa de las Libertades, ya no habrá mando a distancia. Pulsen el canal que pulsen, verán casi siempre al Milan, o, en su defecto, a las mama chicho.-
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 31 de julio de 2001