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VIAJE POR EL EBRO (5) / | TORTOSA

EL LOCO QUE SE CREYÓ RÍO

El viajero se detiene en Tortosa por diversas gestiones relacionadas con su río. La primera la resuelve a poco de cruzar el puente, camino del castillo medieval donde pasará la noche. Emergiendo de las aguas, un monumento recuerda a las víctimas de la batalla del Ebro. Debe de llevar cerca de 40 años en el río y cuando fue instalado sólo recordaba a los caídos. La diferencia entre un muerto y un caído es obvia: tarde o temprano el caído se levantará. Cuando el general Franco inauguró el monumento las autoridades quisieron concederle el placer de que se lo llevara a casa. Así encargaron a un taller de Barcelona una pequeña reproducción en plata, en cuya elaboración intervino el joven Albert Boadella, prometedor aprendiz de orfebre. El muchacho participó de la agitación que rodeó al taller en los días previos a la entrega de la pieza, agitación justificada dado que lo que estaban tocando las manos de los orfebres pronto iban a tocarlas las de Franco. De tal modo participó, que en el envés de la pieza, inaccesible a la vista, pero no a la eternidad, quiso dejar su huella y escribió con el buril palabras como Franco asesino, hijo de puta, y otras de tal género. El día de la entrega estuvo muy pendiente de las imágenes que dio la televisión: por precaución, pero sobre todo porque quería ver las caras satisfechas de las autoridades y el general en el preciso momento de la solemne entrega.

Estos versos modernos no son los únicos que el viajero ha venido a buscar a Tortosa. Ha venido en busca, sobre todo, de la "noble Tiricas" de Avieno y su Ora marítima:

Antiguo es el nombre de la ciudad

Y las riquezas de sus habitantes,

Celebérrimas por las costas del Orbe.

Pues a más de la fecundidad de la tierra

(ya que el suelo les proporciona el ganado,

la vid y los dorados regalos de Ceres),

productos extranjeros son transportados

por el río Ibero.

Los versos de Ora marítima son el primer documento escrito donde se menciona el Ebro. Avieno, poeta latino del siglo IV dC, los escribió a partir de las crónicas, del periplo, de otros que lo vieron. Fuese el que fuese, acertó adjetivando a la antigua Tiricas. Desde lo alto del castillo de la Suda, la curva del Ebro la ennoblece como sólo puede hacerlo un río cuando hay ciudad en sus dos riberas: cuando el río es la espalda de la ciudad, pierde su honrado nombre.

Tortosa, favorecida por el atardecer, y pese a algunas desdichas arquitectónicas, tiene calidad de provincia italiana. El parador, instalado en el antiguo castillo, ofrece una actividad notable y simpática. El viajero suele eludir este tipo de hospedajes rústicos: teme que de cualquiera de sus imponentes armaduras salga una noche Fraga Iribarne y le eche mano al pescuezo. Pero la habitación es fresca y silenciosa, hay buena cerveza, el río no ha desaparecido de la vista y no hay motivo para salir de allí en horas.

El viajero llevó a aquella habitación lo más refinado de lo que había hallado hasta aquel momento. El profesor Marcos Castillo le había ayudado y por él descubrió los versos de La Chanson de Roland (siglo XII). Son hermosos, pero aún hacen daño a los ribereños: allí aparece el río que jamás tuvieron, surcado de naves:

Van remontando el Ebro con todos los navíos

Llevan muchos carbunclos, llevan muchas

linternas:

En medio de la noche dan un enorme brillo.

Y cuando viene el día, llegan a Zaragoza.

Los del árabe Ibn Hasday (s. XI) ahondan en el dolor:

Otras barcas cercaban la barca en que

remábamos,

Unas en orden y otras dispersadas,

Mientras largábamos la vela sobre un príncipe

Mejor que los antiguos en sus nuevas proezas

Un prodigio con él se encerraba en la barca:

¡un mar se había condensado y cabía en un

río!

Sentados tales precedentes, el suizo Charles Didier, que se quitó la vida después de quedarse ciego -muerte sobre muerte, redundancia explicable en un viajero formidable que estaba a punto de conocer India cuando lo abatió la ceguera- zanjó abruptamente en 1836 la cuestión del Ebro literario:

"La diligencia suele detenerse aquí para dar tiempo a los viajeros de asearse, a fin de entrar decentemente en Zaragoza. Es una ceremonia a la que los españoles no faltan jamás. He aprovechado el tiempo para dar una vuelta a orillas del Ebro, que pasa cerca... Me ha decepcionado; no he hallado sino un río estrecho y cenagoso, sin grandeza. Sin poesía, discurriendo sobre un lecho poco profundo. Decepcionado por el mundo exterior, me he refugiado en el mundo invisible de los recuerdos; antiguo límite del imperio de Carlomagno, el Ebro ostenta, como el Tíber, la augusta majestad de la historia".

Didier no pudo superar la conmoción de los versos de la Chanson. Tampoco la superó el propio Ebro. Sobre la mesa del viajero se acumulan los libros de su género, una rara especie de autobiografías con vistas. El río, en su tránsito entre el Mediterráneo y las montañas cántabras, no es más que un trámite obligatorio, superficial, de la prosa viajera sobre España. Más allá del mito medieval, la mejor crónica en torno del Ebro es obra de Galdós. En la descripción del Sitio de Zaragoza correspondiente a los Episodios nacionales describe la ciudad incendiada por los franceses y la actividad fulgurante de un loco que corre por sus calles diciendo que es el río Ebro y que apagará el fuego. "Viaje mental", lo llamarían los técnicos de los suplementos.

Desde la habitación, el río va cargado de crepúsculo. Un tofe. El tipo de metáforas que sólo provoca el hambre.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 5 de agosto de 2001