Un minuto y otra vez el Deportivo de siempre, tan aficionado a sorprender a sus rivales con un golpe en frío.
A partir de entonces, el Deportivo clausuró el choque y regresó a los entrenamientos. Durante un cuarto de hora, el partido fue un bonito y confortable rondo del cuadro de Irureta, un relajante pasatiempo de verano que divirtió a todo el mundo, en el césped y en la grada. Bueno, a todos, no, porque el Peñarol echó los bofes persiguiendo el balón y fue como si pretendiese cazar un fantasma: laborioso e inútil. En el Deportivo mandaba Víctor, se prodigaba Makaay y tejía Valerón. Todo estaba tan en su sitio que nadie se acordó que Amavisca y Djorovic eran nuevos en la oficina. Pero al engranaje del Deportivo sólo hay que darle cuerda y ya te puedes olvidar. El segundo gol cayó mediada la primera parte y pareció tan lógico e inexorable como que dos y dos son cuatro. Fue, además, un premio para Pandiani, que por primera vez se enfrentaba a su ex equipo.
La velada empezó a ponerse aburrida, porque todo lo hablaba el Deportivo mientras el Peñarol, ya cansado de marearse detrás de la pelota, se hundió en su butaca y no decía una palabra. En estos casos, el conjunto de Irureta suele mostrar una educación exquisita y acaba callándose también para no abrumar a su mudo invitado. Y cuando se empezaban a oír los primeros bostezos, al Peñarol le dio por hacer una jugada. La primera de la noche, aunque ciertamente magnífica: un gran pase cruzado de Cedrés, al hueco libre entre los defensas blanquiazules, que Cannobio resolvió con calidad y desparpajo.
Irureta dedicó el segundo tiempo a hacer cambios, y, aunque el mecanismo mantuvo su eficacia, por primera vez dejó escapar algún chirrido. El Deportivo siguió gobernando el choque, pero sin la claridad y los automatismos que había exhibido en la primera parte. Al Peñarol, tan retraído y educadito en la fase inicial, le dio de repente por ponerse macarra. Sólo duró unos minutos, suficientes para recordar la cara más facinerosa del fútbol uruguayo. Que se lo pregunten a Víctor, al que un rival le metió un dedo en un ojo, innovadora técnica de marcaje al contrario. Pero el Peñarol se calmó pronto, quizá comprendiendo que no era el momento de dar el espectáculo. El partido derivó en una suave rutina, siempre al ritmo que dictaba el Deportivo. Y el aficionado se fue de Riazor con la reconfortante sensación de que, tras las vacaciones, todo sigue en su sitio.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 10 de agosto de 2001