Seguimos americanizándonos. La enfermedad lleva mucho tiempo propagándose como la distribución de la Coca Cola. Pero si hasta el momento parecía infectar casi en exclusiva a los núcleos urbanos ahora están cayendo también bajo su dominio los antaño bucólicos paisajes del campo.
Todavía quedan lugares sin mecanizar, digo, sin amariconar, -¡perdón!-, sin americanizar. Son aldeas llenas de casas vacías.
Espadañas huecas. Muros socavados. Tal vez no sea, por el momento, rentable su urbanización. Por el contrario, en otros muchos lugares la infección avanza a ritmo de hormigonera, especialmente en las áreas más próximas a la ciudad, o en las más turísticas.
La epidemia consiste en una desaforada campaña de asfaltización y racionalización del paisaje. Un pueblo se americaniza cuando se repuebla de segundas viviendas habitadas por individuos portadores del virus. Se americaniza cuando los matojos de toda la vida se convierten en jardines patéticos. Se americaniza cuando las gallinas ya no pueden andar sueltas porque no entienden qué dice el semáforo. Se americaniza cuando un ayuntamiento se empeña en levantar una horrenda urbanización de adosados, auténtico rascasuelos serpenteante, en el solar que antes ocupaban cuatro honradas casonas. Se americaniza cuando los vaqueros tienen que ir detras de su animal con una bolsita recogiendo boñigas frescas. (Vale, esto último me lo he inventado).
No estoy en contra de la humanización del campo. (He dicho humanización, no urbanización). Me encantaría ver un campo lleno de caminos transitables, y coger y degustar moras al pasar, y hasta creo que me gustaría oler más animales, y oír al entrar entre las casas el griterío de los niños antes que el triste ladrido de un mastín enjaulado. Así sería en mi opinión un campo más humano. ¿Por qué no es posible alcanzar un equilibrio?
Hace años podía resultar jocoso ver a Paco Martínez Soria llegando a la ciudad. ¿Pues no les parece ahora más gracioso ver al típico urbanita tropezando en un mundo sin farolas? No se pueden poner puertas al campo, ni papeleras, ni felpudos, ni semáforos, ni bocas de riego. En vez de urbanizar el campo más nos valdría ruralizar un poco la ciudad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 12 de agosto de 2001