Cádiz pertenece al mar, junto al mar juega a la historia y a la leyenda que se cuela hasta más allá de los callejones por La Caleta, una ensenada, antiguo puerto fenicio, situada entre los castillos de San Sebastián y Santa Catalina, en la que los historiadores dicen estuvo situado un anfiteatro donde los romanos representaron batallas navales, donde se vieron las escuadras de combate de la Gran Armada e irrumpió el mar en la ciudad en el célebre terremoto que destruyó Lisboa en 1755. Es una playa estrecha y familiar, a la que acuden en tropel a echar la jornada sus devotos vecinos del barrio de La Viña, prolongando el cuarto de estar de su casa en sus arenas finas y rizadas, en su oleaje pacífico y acogedor. Por eso no es extraño observar, junto a las tradicionales escenas playeras, otras perspectivas estimulantes también para los sentidos: rostros múltiples detrás de sonrientes tajadas de sandía preparando una sobremesa de café y siesta inaplazable, de parchís o bingo doméstico, con la radio entrecortada de fondo, entre risas y un ruidoso parlamento de mujeres y hombres, con esa zumba que entusiasmó al poeta Alfieri. Una velada que llega hasta el baño de los niños y el propio con gel y con manopla, del que uno sale bautizado por la espuma salobre, con el viento yodado en los pulmones, inmunizado contra los peligros de la noche.
En la patria de La Caleta, sus fieles canónigos han venido santificándola desde tiempo inmemorial. Vieja camarada de la infancia a la que esperan regresar andando sobre sus aguas. Un excelente muestrario, ajeno a toda divagación literaria, de paisajes y de gentes. Pasaron por ella, con diversa suerte, María Bastón y el Tío de la Tiza, el almirante Nelson o el pirata Barbarroja.
Al caer la tarde, cuando una brisa marina acaricia la playa y las gaviotas escoltan un puñado de barcas somnolientas, en el inagotable azul del mar los restos del verano tienen el encantador aspecto de las acuarelas efectistas. En la bajamar el espectador espera, desde el mirador, ver aquella góndola soñada por Fernando Quiñones surcando sus aguas y escuchar la Atlántida de Falla sobre una batea flotante.
Y si ayer fue punto de reunión de hidras, lobas marinas y piratas, hoy lo es de amigos y familias que comulgan su razón de ser con caballas asadas y piriñaca y se dejan besar por toda clase de vientos en un reino, bullicioso, coplero y cordial, en el que nadie se siente extraño.
José Manuel García Gil es escritor y nació en Cádiz en 1965
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 14 de agosto de 2001