Va la fiesta por el ecuador, o sea caliente y con ritmo, pero también deudora de esa galbana que tópicamente tienen los trópicos. Las tardes arrastran la hostilidad de los comercios cerrados -el pasatiempo donostia-rra favorito es ir de tiendas- sin ofrecer otro alivio que la arena de la playa. O la del coso, aunque para eso hay que ser taurómaco. Taurófobos, taurópatas e indiferentes desfilan perezosamente por las desérticas arenas de la ciudad buscando tal vez la fiesta. Se observa, respecto al año pasado, la desaparición de los enormes tinglados de megafonía andina -los munícipes habrían hecho oídos sordos-, pero sobre todo la de los millones de dobladores de globos -¿dónde se habrán metido?- capaces de fabricar un PC en la cabeza del pagano a base de aire anudado. A cambio, las calles están repletas de tatuadores de alheña que le ponen el cuerpo a uno como una alfombra persa aunque, eso sí, lavable, porque ya sería mucho que hubiera que llevarse a la tintorería.
Pero pasar por el ecuador tiene su alcábala o tributo. Los aduaneros del orden teológico han sentenciado que el día de la Virgen sólo puede ondear una bandera en las fiestas, y se aplican denodadamente a llevar a cabo su afán calentando previamente el ambiente a base de pintadas que unos mocosos -vigilados por una troika de adultos- realizan a la luz del día por el centro sin que haya pestañeado un solo policía pese a que en ellas se pudieran leer insultos y amenazas. Vendrán, luego, las presiones más directas disfrazadas de jocosa kalejira y jatorra manifestación en las que no faltará de una u otra forma el fuego.
Y es que un país en guerra ha de tener su guerra de banderas porque todo se juega en los símbolos; ¿de qué si no de calenturas simbólicas están hechos sus delirios? Pero como si no fuera demasiado vivir en un mundo imaginario aún han de impo-nerlo a los demás mediante el recto uso democrático de la participación.
A su juicio, unas fiestas participativas son las que excluyen a quienes no forman parte de los propios, pero también las que exaltan el kalimotxo, aunque, eso sí, expedido en las correspondientes txosnas autogestionarias que deriven los ingresos a la sagrada causa. Si hay que emborracharse que sea patrióticamente; por eso, en cuanto asoman las fiestas, se exigen txosnas y participación. El resto no se pide, se coge. Ya sea la calle, un autobús combustible o ese momento de la fiesta que los ciudadanos deseaban disfrutar en paz.
Ahora se trata de coger una bandera para sepultarla en el infierno mientras se exalta la otra como si fuera la encarnación de todos sus complejos. Qué tristeza. Pero también qué rabia. Y qué asimetría. ¡Ay de quien trate de aguarles sus ritos! Pero, ay también de quien crea que le van a dejar tranquilo con los suyos. Ha llegado el ecuador de la fiesta y la cosa está que arde. ¿Quién hará de bombero? Es lo que los donostiarras se preguntan mordiéndose hartos la lengua y haciendo de tripas corazón. No todo van a ser pintxos.Va la fiesta por el ecuador, o sea caliente y con ritmo, pero también deudora de esa galbana que tópicamente tienen los trópicos. Las tardes arrastran la hostilidad de los comercios cerrados -el pasatiempo donostia-rra favorito es ir de tiendas- sin ofrecer otro alivio que la arena de la playa. O la del coso, aunque para eso hay que ser taurómaco. Taurófobos, taurópatas e indiferentes desfilan perezosamente por las desérticas arenas de la ciudad buscando tal vez la fiesta. Se observa, respecto al año pasado, la desaparición de los enormes tinglados de megafonía andina -los munícipes habrían hecho oídos sordos-, pero sobre todo la de los millones de dobladores de globos -¿dónde se habrán metido?- capaces de fabricar un PC en la cabeza del pagano a base de aire anudado. A cambio, las calles están repletas de tatuadores de alheña que le ponen el cuerpo a uno como una alfombra persa aunque, eso sí, lavable, porque ya sería mucho que hubiera que llevarse a la tintorería.
Pero pasar por el ecuador tiene su alcábala o tributo. Los aduaneros del orden teológico han sentenciado que el día de la Virgen sólo puede ondear una bandera en las fiestas, y se aplican denodadamente a llevar a cabo su afán calentando previamente el ambiente a base de pintadas que unos mocosos -vigilados por una troika de adultos- realizan a la luz del día por el centro sin que haya pestañeado un solo policía pese a que en ellas se pudieran leer insultos y amenazas. Vendrán, luego, las presiones más directas disfrazadas de jocosa kalejira y jatorra manifestación en las que no faltará de una u otra forma el fuego.
Y es que un país en guerra ha de tener su guerra de banderas porque todo se juega en los símbolos; ¿de qué si no de calenturas simbólicas están hechos sus delirios? Pero como si no fuera demasiado vivir en un mundo imaginario aún han de impo-nerlo a los demás mediante el recto uso democrático de la participación.
A su juicio, unas fiestas participativas son las que excluyen a quienes no forman parte de los propios, pero también las que exaltan el kalimotxo, aunque, eso sí, expedido en las correspondientes txosnas autogestionarias que deriven los ingresos a la sagrada causa. Si hay que emborracharse que sea patrióticamente; por eso, en cuanto asoman las fiestas, se exigen txosnas y participación. El resto no se pide, se coge. Ya sea la calle, un autobús combustible o ese momento de la fiesta que los ciudadanos deseaban disfrutar en paz.
Ahora se trata de coger una bandera para sepultarla en el infierno mientras se exalta la otra como si fuera la encarnación de todos sus complejos. Qué tristeza. Pero también qué rabia. Y qué asimetría. ¡Ay de quien trate de aguarles sus ritos! Pero, ay también de quien crea que le van a dejar tranquilo con los suyos. Ha llegado el ecuador de la fiesta y la cosa está que arde. ¿Quién hará de bombero? Es lo que los donostiarras se preguntan mordiéndose hartos la lengua y haciendo de tripas corazón. No todo van a ser pintxos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 15 de agosto de 2001