Torres arregló para el Atlético -y van unas cuántas- un partido que se le iba de las manos. Un partido en el que el conjunto de Aragonés a ratos se perdió y siempre se hartó de amagar y no dar, mostrándose incapaz de meterle mano a un Rayo que lo tiene claro, y al que tener el dominio del juego le sigue importando un comino.
Las mejores noticias para el Rayo se produjeron en la media punta, donde Luis, hasta que se lesionó, y Míchel, ambos con las espaldas bien cubiertas, metieron al Atlético en más de un lio. Dio gusto ver a Míchel moverse a su antojo, libre del corsé que le suponía vivir pegado a la banda izquierda. Y como Luis mantiene su costumbre de aparecer poco pero hacerlo con estruendo, el Rayo se dejó hacer, que ya llegaría su momento de gloria. Pudo llegar con aquella vaselina que, mediada la primera parte, le envió Luis a Toni desde 40 metros y que rozó el larguero. O en el par de acciones en las que Bolic, quizá incrédulo ante tanta soledad, no definió cuando Toni era su único obstáculo.
Un simple movimiento táctico -que Quevedo adelantara unos metros su posición- desconectó al Atlético, que había iniciado la función con desparpajo. A los tres minutos Graff midió mal la distancia, Etxeberria, en el único lapsus de su meritoria actuación, salió como a ver qué pasaba y el balón le cayó a Aguilera, que desaprovechó el regalo. Fue ésta la presentación del Atlético en ataque... y la despedida. Hasta que quiso Torres.
Sólo cuando se vio herido, con aquel gol que marcó Arteaga desde su casa -tras una de esas habituales acciones cómicas en las que suelen verse envueltos la defensa y el portero del Atlético- subió el tono del conjunto rojiblanco, que tocó y tocó, a la espera de que Torres volviera a acudir a su rescate. Y acudió justo cuando el Rayo, como en sus mejores tiempos, se mostraba.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 16 de agosto de 2001