El espectáculo degradante de la conducción de 52 homosexuales egipcios al tribunal que debe juzgarlos, acusados de 'haber consagrado las prácticas desviacionistas como principio fundamental de su grupo a fin de crear disensiones sociales' o, algo más asombroso aún, de 'desprecio a las religiones monoteístas y al profeta Mohammed' y de 'explotar la religión musulmana para propagar ideas extremistas', todo ello en virtud de la Ley de Emergencia vigente en Egipto después del asesinato del presidente Sadat, resulta todavía más grotesco e hipócrita tratándose de un país en donde la mayoría de los barqueros de Luxor y Asuán, algunos guardianes del Museo de El Cairo y bastantes miembros de la policía turística se llevan, discretamente o no, la mano a la entrepierna por poco que un visitante extranjero se pierda entre las estatuas de los dioses faraónicos o pasee de noche a solas por la orilla del Nilo.
¿A quién se pretende engañar con tan repugnante farsa?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 19 de agosto de 2001