Siglos de padecer intolerancia y diásporas han enseñado al pueblo de Israel muchas cosas: a masacrar enemigos con precisión científica, a levantarse de las plateas de los teatros cuando suenan trompetas de walkirias. Da lo mismo que Daniel Barenboim interrumpa a la orquesta, se agache al filo del escenario y trate de explicar a los espectadores que han abonado religiosamente su billete que Wagner no va a ennegrecer su conciencia moral: por muy grandilocuente y ruidosa que la música resulte, se trata de eso, música, y todavía no se ha hallado el filamento del cerebro que conecta melomanía e instintos homicidas. Seguramente los asistentes al concierto de Jerusalén consideren que el compositor de Bayreuth ha producido arte degenerado, y a muchos les gustaría arrojar sus partituras a las llamas con no menos convencimiento del que sus verdugos nazis mostraban a la hora de liquidar los volúmenes de Freud o Benjamin. Dicen que el divorcio entre la ética y la estética ha desembocado en espantosos crímenes contra la humanidad en el último siglo: pero su contubernio tampoco ha producido ejemplos de ecuanimidad y buen criterio a los que podamos acogernos sin reservas.
En su recientemente reeditado Canon occidental, Harold Bloom se lamenta de que sigan existiendo críticos que denostan el teatro de Shakespeare por haber sido escrito por un individuo que no cuestionó el injusto orden social de su época. Como todos aquellos que eliminan la metafísica de Heidegger de un trallazo porque su autor simpatizó con el nazismo, esos críticos exigen que la obra sea inherente al hombre y que el azar de sus decisiones refrende o invalide lo que en un instante de genialidad fue confiado al pentagrama, al lienzo, a los folios del escritorio: son los mismos que luego se escandalizan a la hora de enterarse de que a Mozart le gustaba hablar de mierda o de que Joyce prefería la sodomía sobre todas las variantes del amor. Y es que el artista y la persona conviven en el mismo edificio pero en habitaciones separadas, igual que un matrimonio no demasiado bien avenido. Seguro que los israelíes se han dado ya cuenta de que para ser cruel no hace falta escuchar a Wagner: bastan y sobran un par de ametralladoras y de helicópteros.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 22 de agosto de 2001