"Agua al 12, agua al 12". Los gritos enérgicos los lanza Luis Aragonés desde el centro del campo de entrenamiento, donde el Atlético de Madrid lleva días preparándose para irrumpir con fuerza en su segundo año en la Segunda División y tratar de evitar los errores que el curso pasado le impidieron saldar con éxito su compromiso obligado de retornar a la Primera. "Sí, usted; agua al 12", insiste el entrenador ante la perplejidad del jefe de prensa, al que no se le recordaba, ni su físico lo auguraba, ser capaz de correr a la velocidad con la que, cargado ya de las botellas, cumple finalmente el recado. El 12 es el propio Luis Aragonés, que, así, fiel a su costumbre de hablar en tercera persona sobre sí mismo, se autoproclama. Y el 12 impone, vaya que si impone. Confunde a menudo los nombres, pero da lo mismo. Los interesados, por la cuenta que les trae, se enteran de sus instrucciones o broncas. Pone distancias con el usted con el que trata incluso a sus íntimos, las acorta con guiños que agradan al futbolista, va siempre de frente y, finalmente, en las malas, llámese como se llame el contrincante, actúa: acerca la cara hasta rozar casi la del contrario, clava los ojos con rudeza y dispara el tono de voz hasta la frontera de lo que en cualquier otro lugar acaba en puñetazos. Mide sus intervenciones, casi las programa. Hasta en los espectadores: cuantos más testigos presencien la escena, para que todo quisque tome nota, mejor. El caso es que nadie saca ya el pie fuera del Manzanares. Ni en los despachos ni en el vestuario. Luis Aragonés ha vuelto.
Pone distancias con el usted, va de frente y, en las malas, actúa. Es Luis
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Ésa, el entrenador, es la principal carta del nuevo Atlético. Conoce la casa y su prestigio sigue creciendo pese a los prejuicios de la edad: 63 años. Un prestigio que está dispuesto a poner en peligro por echar una mano al equipo que lleva cosido al corazón. Tenía ofertas económicas y deportivas más sabrosas, como irse al Valencia o seguir en el Mallorca, pero aceptó descender su caché hasta la Segunda con tal de volver a casa. Debe manejar una plantilla completamente reformada, con 16 bajas —Mena, Njegus, Gaspar, López, Hernández, Hibic, Fagiani, Toni, Llorens, Lawal, Cubillo, Carcedo, Lardín, Hugo Leal, Salva y Kiko— y 12 altas —Burgos, Armando, Otero, García Calvo, Carreras, Jesús, Colsa, Movilla, Nagore, Stankovic, Javi Guerrero y Diego Alonso—. No son nombres luminosos, más bien suplentes en sus clubes de origen, pero ésas son cuestiones que a Luis Aragonés le preocupan poco. Él prefiere hacer equipo con viejos conocidos, dotarlo de su sabiduría y, en este caso, ponerlo a funcionar a toda pastilla desde el primer día. Más amigo de programar la preparación para alcanzar el punto óptimo en la segundas vueltas, en esta ocasión y visto el ejemplo del Atlético anterior, ha preferido forzar las sesiones para llegar a tope al sábado.
A Luis Aragonés conviene dejarle hacer. Lo malo es que el Atlético, como club, es una tradición de problemas y cosas mal hechas. Ése será el duelo interno de la temporada. Todo, eso sí, con el aliento de una hinchada que sigue, pese a los matones que se han apoderado del Frente Atlético, como valor seguro. El genio de las campañas ha vuelto a dar en la diana y con el gancho del conmovedor anuncio del padre que no consigue explicar a su hijo por qué uno es del Atlético ha garantizado un año más el lleno en las gradas.
Por lo demás, Luis Aragonés tiene un trabajo individualizado añadido: facilitar el paso de Fernando Torres a la condición de estrella. Será otro duelo a seguir. Y ya ha empezado: "Torres, dispare más fuerte que parece un niño de dieci..., de catorce años". El chico, de 18 años, crece demasiado deprisa y él le va a marcar de cerca. Para bajarle los humos ya le ha dejado sin dorsal del primer equipo. Al tiempo, le agarrará de la pechera. Le hará pasar la prueba del 12. Si la supera, Torres será un futbolista grande.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 23 de agosto de 2001