He tenido la suerte de conocer y convivir durante dos meses con un niño saharaui (de nombre Alí), vivaz, cariñoso, pero muy travieso, y con una simpatía que desarbolaba a quien le tratara.Sus grandes ojos observaban y asimilaban con facilidad todo lo que ocurría a su alrededor (edificios, máquinas, objetos, etcétera) que no había conocido nunca, sintiendo una gran atracción por los automóviles y mecanismos automáticos.
Se ha marchado a su ¿país? campamento de refugiados, dejando una huella imborrable por mucho tiempo en la familia y en los cientos de amigos que ha conocido.
Nos ha enseñado a conocer la realidad en la que vive el pueblo saharaui, pero sobre todo hemos aprendido de él uno de sus más grandes sentimientos: el compartir lo que tenía entre todos. ¡Es imposible olvidarlo!
A través de estas letras, quisiera expresar a todas las familias que han acogido a niños de éste y de otros países, su gran labor humanitaria, pues la 'sonrisa y alegría de estos niños' merece la pena vivirla.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 30 de agosto de 2001