El Ballet Nacional de Cuba continúa con su temporada en el madrileño teatro Albéniz y, poco a poco, ha remontado las primeras funciones, que no fueron satisfactorias. La primera bailarina, Galina Álvarez, hizo la semana pasada un emotivo segundo acto de Giselle, a pesar de algunos cortes absurdos que perjudican al personaje y al producto, con un nivel que remitía sin sonrojo a los buenos tiempos de esta legendaria agrupación.
Anteayer fue el estreno de una Carmen renovada, siempre con la coreografía que creara Alberto Alonso a mediados de los años sesenta en Moscú para Maya Plisétskaya. Los diseños originales del pintor moscovita Borís Messerer han sido revisados de manera vital y colorista por Salvador Fernández, dando a esta Carmen un sello propio y distintivo. Galina Álvarez lo baila en una cuerda tensa y dramática, elocuente y abierta; se nota que se siente cómoda en el papel de la cigarrera y lo borda.
Dos generaciones de brillantes estrellas del ballet cubano no pudieron hacer ese ansiado papel, a excepción de Mirta Pla y Aurora Bosch en la Europa del Este, por una repentina enfermedad de Alicia Alonso y de Rosario Suárez, quien en Madrid en 1989 bailó unos fragmentos acompañada por Jorge Esquivel como el torero Escamillo.
Pero el testigo está sobria y dignamente recogido por esta bailarina que respira seriedad, entrega y tesón frente a las dificultades de la dramaturgia. Galina estuvo acompañada eficazmente por Víctor Gili en don José, que saca a relucir los genes actorales de su padre y arropa con pasión a la seductora sevillana. Óscar Torrado hace un potente Escamillo (ya lo demostró junto a Alessandra Ferri la temporada pasada en la Ópera de Palermo), virtuoso y expansivo, que evoluciona según una geometría coréutica capaz de estilizar desplantes y quites en la suerte de matar. Carmen es hoy, más que otras obras de gran formato, una baza fuerte de este conjunto y se le puede considerar un nuevo clásico del repertorio.
Antes, Las sílfides fokiniana abrió la noche con brío y conciencia del estilo, con vestuario de tradición y luces apropiadas. Viensay Valdés estuvo atinada y Joel Carreño, aunque tenso dentro de la piel del poeta, ejecutó una variación de delicado tempo. Se vio también un pas de deux de bravura, Diana y Acteón, en una versión ecléctica que concilia evoluciones y esquema originales de Agripina Vagánona con adecuaciones actuales a los solistas. Rolando Sarabia mostró su clase y sus posibilidades. Hoy por hoy es el más brillante de los cubanos, aún por controlar su energía y su gusto escénico, y estuvo acompañado por una Alaidée Carreño que se esforzó por ponerse a su altura. El público estuvo especialmente entregado y esta vez tenía la justificación última de una buena función de ballet.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 1 de septiembre de 2001