Viajaba en un moderno autocar, con un trepidante vídeo de John Wayne, que no paraba de tumbar apaches a tiro guarro. Entornó los ojos y se enjugó unas lágrimas, no por la carnicería virtual, sino por cuanto dejaba atrás. Su abuelo y su padre también habían hecho la ruta de Les Graves, durante años. El abuelo cuando los caciques le mandaban a los civiles, por su impertinente anarquismo; el padre, cuando el jefe local del Movimiento exhibía la ficha de su militancia comunista, para disuadir a quienes le ofrecían empleo o por si acaso ejercía el oficio de limpiabotas en la ciudad, que hasta el Sindicato borde terminó por declararlo persona non grata (sic) y lo inhabilitó para el uso público de la bayeta y el betún. De modo que se fue a Francia, a vendimiarle al mismo patrono que sabía la ley de su progenitor. Cuando los azúcares reventaban la uva y se enardecían las abejas, emprendían la marcha, en ferrocarriles de vapor y temporeros, que las pasaban canutas, para salir de las miserias del régimen.
El viajaba en un moderno autocar, con un John Wayne arrogante y matón. Cobraría un jornal doble que en su país, y conocería Burdeos: la casa de Goya y la elegante plaza Gambetta. Volvería para diciembre: los nietos del patrón que contrataba a los suyos, le aseguraron tres meses de faena. Luego, ya vería. Las cosas andaban mal. El paro crecía y el Estado del bienestar sólo era un espejismo. Quedaba el álbum familiar con las privaciones de unos tiempos destemplados, y toda una retórica oficial, exaltada y cínica. Una retórica que ya no se aguantaba en pie ni con las castañuelas del euro. Sonrió y murmuró: 'Somos incompatibles con la corrupción', ¿de quién era aquella ventosidad? Escuchó unos últimos disparos y vio cómo John Wayne y su panda de pistoleros arrastraban no sólo a los apaches, sino a los sin papeles, por las calles de Barcelona, y los entregaban en esclavitud a algunos desaprensivos. Suspiró. Él, por lo menos, viajaba en un moderno autocar hacia Les Graves, y aún era mano de obra, aunque barata. Dios aprieta, pero sus sacristanes ahogan.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 5 de septiembre de 2001