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COLUMNA

La pasta

Por ella y por la patria se han cometido y siguen cometiéndose las mayores infamias. Claro que ella, en el fondo, es la nación auténtica de muchos habitantes de este rincón del cosmos, su verdadera patria venerada. Hemos visto quemar toda clase de banderas, francesas y españolas, inglesas y alemanas. Hemos visto mil veces cómo se convertían en pavesas las estrellas y barras de la enseña norteamericana. Lo que nunca hemos visto, al menos hasta ahora, es quemar una sola peseta, un solo franco o un puñetero dólar. Ningún nacionalista vasco hizo ascos nunca a los billetes y monedas que llevaban la efigie del pequeño caudillo fascista. Ningún nacionalista español tuvo nunca reparos en transformar sus débiles pesetas en dólares rampantes o musculosos francos suizos. Patriotas de la pasta. Abertzales ahora del euro, del parné que nos viene.

La llegada del euro obligará a retirar de la circulación nada menos que 12 billones de pesetas. Una tarea ardua -salvo quizás para el señor Camacho y sus secuaces- la de hacer desaparecer tantos billetes. El dinero, de pronto, se ha convertido en un serio problema de intendencia. ¿Qué hacer con esas 1.500 toneladas de billetes por los que antes matábamos, robábamos, mentíamos y nos sometíamos? La calidad del material, las distintas impresiones y las marcas de agua hacen imposible reciclar el papel de los billetes. Descubrimos al fin que el dinero (estiércol del diablo lo llamaba Papini) no vale para nada realmente. Nuestros viejos billetes serán triturados y con la pasta resultante se fabricarán unos bloques compactos denominados briquetas. En un principio se pensó que estos bloques podrían servir como material combustible, pero la pasta tiene escaso poder calorífero. El dinero es muy frío. Tampoco va a ser fácil incinerar semejante pastón. La combustión de los billetes, según los expertos del Banco de España, podría superar los niveles de contaminación. Las briquetas serán entregadas a empresas de tratamiento de residuos.

El dinero es basura peligrosa. Muchos lo sospechábamos. Nos daba en la nariz cada vez que pasábamos delante de un gran banco.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de septiembre de 2001