Que el Debate de Política General tuviera que coincidir con el día después del Apocalipsis es la prueba de que Eduardo Zaplana, al igual que el Real Madrid, tiene la suerte del campeón. El ataque masivo del terrorismo sobre Nueva York y Washington había reducido este pleno, considerado como el punto más caliente del calendario político valenciano, al paroxismo de la insignificancia: al átomo mediático. Con el Lower Manhattan todavía humeante, la oposición, con mucho acopio de munición, había tratado de aplazarlo por la misma razón que el PP se obstinaba en celebrarlo: ese foco informativo absorbía la atención del ciudadano y el debate pasaba inadvertido. En algo había unanimidad. A primera hora de la mañana, el poder legislativo, representado por los portavoces de las Cortes Valencianas (la montaña), había ido al Palau de la Generalitat a reunirse con el presidente del Consell (Mahoma), y de este cruce de rangos invertidos surgió el acuerdo de aplazarlo, aunque luego el PP se impondría en la junta de portavoces para que tuviera lugar tan sólo un día después, con el humo de la crisis mundial todavía por cortina. Si Bush había regresado a la Casa Blanca, Eduardo Zaplana no iba a ser menos. Por eso bajó de su carroza a las puertas de las Cortes infundiendo tanta seguridad con su casaca azul que se hubiese podido realizar ayer mismo el debate con resultados no diferentes a los de hoy. Porque después de todo, ese universo local con límites autonómicos, sostenido entre una corriente de aplausos a los logros y las grandezas oficiales, y otra de silbidos a la emergencia sanitaria, el barracón y la hipoteca, también había sido derrumbado con el ataque suicida.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 13 de septiembre de 2001