Es frecuente en el cine europeo de ahora, que en esto se parece cada vez más al de Hollywood, que un o una intérprete de gran talento saque las castañas del fuego a los rutinarios director y guionista de la película, dando energía y haciendo vivible a una pantalla inerte, muerta, que sin ese intérprete dentro se derrumbaría sobre sí misma como un hueco castillo de naipes.
Y eso es lo que clamorosamente ocurre en esta Bajo la arena, en la que una intérprete excepcional, de genio, desde hace años herida por la adversidad, la hermosa y enorme actriz británica Charlotte Rampling, dueña a los 55 años de un rostro identificador de algunos pasajes sublimes del cine moderno, actúa en un registro muy superior al que le pide la pobre e inconsistente construcción del filme, que (es un decir) está dirigido y escrito por el francés François Ozon, que va de indagador de honduras morales y mentales cuando en realidad se limita a desplegar mucha mala prosa fílmica, de la que la actriz extrae prodigiosamente destellos de poema.
La película intenta (y no logra) contar un enigma cuyo enunciado verbal es inquietante -un hombre, mientras su esposa duerme en la playa del sur atlántico francés donde ambos están pasado sus vacaciones, desaparece de pronto sin dejar rastro, quedando la mujer sola y asolada por el absurdo de una ausencia indescifrable-, pero no pasa de ese enunciado, sin alcanzar a representarlo, a convertirlo en tiempo dramático y en secuencia viva más que cuando -por fortuna en intensas ráfagas que se producen bajo forma de destello casi a lo largo de todo el metraje del filme- Charlotte Rampling, bien escoltada por los magníficos Bruno Cremer y Jacques Nolot, saca de detrás de sus ojos un golpe de sereno, delicado, pero explosivo y seductor, empuje creador.
La mirada felina, húmeda, enorme, al mismo tiempo luminosa y oscura, de esta gran artista sigue siendo el mismo foco de misterio que fue cuando se dio a conocer en los años setenta, ennobleciendo casi siempre a películas inferiores a ella. Sigue Charlotte Rampling en ello, y tal vez acepta adentrarse en este tipo de aventuras porque le permiten llenar un vacío y encontrar así en su trabajo una forma de autoconstrucción, de moldeamiento de su propia identidad, herida, dañada por años de vaivenes depresivos devastadores, que han convertido a su carrera en una arritmia sobresaltada, en una cadena de pequeñas muertes seguidas de asombrosas resurrecciones, como ésta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 14 de septiembre de 2001