El príncipe heredero de la Corona española está haciendo realidad el sueño, tan latino, de despertar alguna mañana abrazado a una nórdica alta, estilizada, rubia, con ojos azules y, a poder ser, amable, complaciente y poco curiosa. Soy ya un poco mayor y confieso estar fuera de juego ante la parafernalia que se organiza en torno a cualquier boda real. En estas últimas me estoy fijando un algo más, probablemente, por la sal y pimienta progresista que aporta el protagonismo de cenicientas plebeyas. Les deseo toda suerte de parabienes aunque, a decir verdad, no es este el tipo de mujer europea que más admiración despierta en mi.
Confieso que cada vez leo más a mujeres periodistas, sociólogas, psicólogas, etc., y me llama la atención la fuerza con la que se está manifestando el deseo de afirmación de lo femenino en la aspiración a la creación artística y sobre todo literaria, sin olvidarnos de una cierta recuperación de la vocación maternal.
Con Julia Kristeva creo estar aprendiendo bastante sobre feminismo, una asignatura pendiente para quienes tuvimos que madurar política, sociológica y culturalmente, a partir del 1975. Los de mi quinta habíamos oído hablar del combate de las sufragistas, reivindicando el voto de la mujer, pero como todo aquello se mezclaba con un rechazo a la maternidad, por simple incompatibilidad, el recelo estaba servido en nuestras mentes hipócritamente puritanas. Ahora, en los albores del siglo XXI, se habla de hasta tres generaciones de feminismo. No voy a insistir en la primera porque, a estas alturas, hay un reconocimiento universal de los beneficios aportados a las mujeres por el combate reivindicativo de las pioneras del feminismo. Hay quien sostiene que su trabajo tiene y tendrá efectos más importantes que la revolución industrial. De todos modos, tampoco esperemos milagros puesto que el poder corrompe, también a la mujer, y una vez arriba muchas de ellas acaban convirtiéndose en las guardianas mas celosas del or-den establecido. Tampoco podemos olvidar a las revolucionarias que, dentro de sus comandos, acaban siendo más papistas que nadie.
Lo que yo he retenido como característica de la segunda generación de feministas (posteriores al 68) es su concienciación de que 'el rechazo de la maternidad no puede ser una política general'. La tercera generación del feminismo sería una clara retirada con respecto al sexismo. Un cierto retorno hacia una espiritualidad tendente a dinamitar la dicotomía hombre-mujer, en favor de la persona. Interesante esta prioridad del alma sobre el cuerpo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 15 de septiembre de 2001