Las impresiones no son lo que deberían ser, son las que son. La hipocresía al manifestarlas, muy mejoradas, y la incapacidad oficial para espiar lo profundo de nuestros corazones nos salvan a todos de varias cadenas perpetuas diariamente. Nuestra principal libertad o lo único que entendemos por libertad es la impunidad. La democracia casi siempre es un aparato injustísimo, en manos de unos tutores malvados, ogros de todos los niños.
La democracia nos exige ser delincuentes y totalitarios. Del dictador puedes discrepar y es lógico que lo hagas por doquier mientras no te amarre con los electrodos de sus carniceros. Pero la democracia son demasiados dictadores que obligan a insonorizan las discrepancias o a enterrarlas en un olivar. Asumida la libertad como impunidad y la felicidad como el júbilo de haber despistado las sirenas, el ciudadano eructa contra las estrellas, pero no firma ni para que dejen de arder los niños y los bosques.
No damos más de nosotros mismos. Como detalle histórico y ridículo anotemos que las sociedades progresistas que a todas horas escupen culturalmente sobre las sociedades tradicionales, orgánicas, están vivas y disfrutan a veces por lo que conservan de la sociedad antigua. Qué ruindad, ciudadanos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 17 de septiembre de 2001