Cuando me voy a dormir, cada noche, le pido a mi Dios omnipotente que castigue a todos sus enemigos. Aunque no entiendo para qué necesita ese Dios, que todo lo puede, que yo, un simple mortal, le recuerde cada noche que debe castigar a sus enemigos.
Por otra parte, tampoco entiendo que considere sus enemigos a unas criaturas insignificantes que, previamente, Él ha creado y que en cualquier momento puede destruir sin el más mínimo esfuerzo. Pero claro, yo no soy tan listo, rico y cultivado como cierto jeque saudí que envía a su gente a morir matando a los enemigos de Dios, y de paso aprovecha la coyuntura para especular en bolsa, con los valores que sabe que van a caer como las Torres Gemelas.
Qué suerte tenemos de que no exista ese dios vengativo y qué desgracia la nuestra de que, por el contrario, sí existan tantos iluminados.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 21 de septiembre de 2001